Mucho cuento: La Feria

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Sr. López

Tía Lala (Eulalia, lado materno-toluqueño), largamente amargó la vida a su familia, porque vivía grave. Qué cena de Navidad ni qué nada; qué fiesta de Año Nuevo ni qué ocho cuartos: había que estar en su casa, en guardia por su tenaz agonía… y pasaban los años, con ella sin dar el tenis a torcer, ni su gente en paz, hasta que se enfrió sin previo aviso, sola, el día de la boda de una de sus nietas. La noticia sorprendió a la familia tanto como el anuncio de que el domingo habría misa de doce: no se alzó una ceja. Total, ni se enteró la tía que Gayosso llegó por ella al otro día. No hubo velorio.
Le pido lea con atención: “Parece indudable que si la situación actual de México ha de juzgarse con alguna severidad, difícilmente puede escaparse a la conclusión de que el país pasa por una crisis gravísima. Es ella de tal magnitud que si se la ignora o se la aprecia complacientemente, si no se emprende en seguida el mejor esfuerzo para sacarlo de ella, México principiará por vagar sin rumbo, a la deriva, perdiendo un tiempo que no puede perder un país tan atrasado en su evolución, para concluir en confiar la solución de sus problemas mayores a la inspiración, a la imitación y a la sumisión a Estados Unidos”.
¿Quién hizo tan tremenda declaración?… ¿el Presidente en un arranque de sinceridad, inesperado en él?… ¿Cuauhtémoc Cárdenas, con su pausado hablar que adormece histéricos?… ¿Porfirio Muñoz Ledo, premonitorio y sentencioso?… ¿doña Claudita cocinando su propio futuro?… pues no, lo escribió Daniel Cosío Villegas en su ensayo “La Crisis en México”, en noviembre de 1946… sí, en 1946, hace 76 años (aunque se publicó hasta marzo de 1947 en Cuadernos Americanos). O el señor era tremendista, o nos pasó por encima el ferrocarril de la historia sin darnos cuenta.
México parece estar siempre en crisis: la de independencia que nomás consumada, nos agarró con las arcas vacías (por la crisis financiera virreinal de 1804); la de la pérdida de más de la mitad del territorio; la de la invasión francesa; la del bandolerismo que duró medio siglo XIX; la crisis económica de 1907, en el porfiriato, por la caída de los precios internacionales de los minerales, el henequén y el algodón; la de la Gran Depresión de 1929 que nos llegó de los EUA y duró hasta 1934, con la mitad del país mugiendo de hambre; la crisis del sexenio de Miguel Alemán, 1946-1952, que salpicó hasta el gobierno de Ruiz Cortines, de 1952 a 1958; la crisis petrolera de 1976; la de 1982 (cuando el dólar se nos fue de 22 a 70 pesos viejos -hoy andamos en 20,000 por dólar, acuérdese que le quitaron tres ceros-; la del “error de diciembre” de 1994; la de 2009, nuestra peor recesión económica en 70 años, también importada de los EUA; y ahora la de ahora, la inducida crisis de la 4T de consecuencias por averiguar.
Crisis, crisis… con tantas crisis debiéramos estar acostumbrados, pero no, porque a cada generación le toca su tanda y a los nuevos, les cae de nuevo. Y así y todo, no ha reventado el país… a menos que la actual transformación patria provoque otro género de crisis: la de gobernabilidad. Ahí sí, cuidado.
Definamos a brocha gorda la gobernabilidad como la situación de orden político e institucional que permite la toma de decisiones eficaces de gobierno y administración pública, con un marco legal estable pero adaptable según requieran las demandas de políticas y servicios públicos. Menos enredado: gobernabilidad es eficacia de gobierno respetando el marco legal de un país. No hay gobernabilidad cuando no hay legalidad o eficacia de gobierno… o las dos. Más fácil.
La gobernabilidad se manifiesta en que el gobierno mantiene los monopolios de exacción (cobrar impuestos para proveer servicios públicos a la sociedad), violencia legal (dar seguridad pública), e impartición de justicia que es la aplicación de la ley con todas sus implicaciones, entre otras, regular la economía; y cada una de estas facultades exclusivas, hoy el gobierno las comparte con el crimen organizado.
Revisar uno por uno todos los problemas de un país y planear su solución, es un berenjenal que enloquece a cualquiera. El estadista, si lo es, delega autoridad y se asegura sea atendido lo importante junto con lo urgente, respetando la ley; y por eficaces parecen mágicas sus decisiones. El que no es estadista, acapara la toma de decisiones, no percibe o desprecia la realidad, actúa conforme a ideas preconcebidas y no ajusta sus decisiones a la ley sino que adapta la ley a sus decisiones. Sí, le suena familiar.
En este sexenio, junto con el viejo estilo de doblar legisladores con amenazas o prebendas, para obtener modificaciones constitucionales, se ha estrenado una manera de hacer las cosas mal: modificar leyes secundarias a contrapelo de la Constitución (como la ley eléctrica).
La reciente reforma a la Constitución para prolongar las funciones de seguridad pública del ejército, era tal vez inevitable, pero su verdadera gravedad es que el Presidente de turno ya sabe posible su reforma a nuestras leyes electorales, desapareciendo el INE para sustituirlo por una dependencia a las órdenes del Ejecutivo; si esto sucede, el Presidente asegura el triunfo de quien quiere sea su sucesora, lo que al menos nos evitará que intente reventar las elecciones del 2024, poniendo en peligro real la estabilidad nacional. Lo que no sabe el Presidente es que si se atreve, manda su biografía política al basurero. Consuelo inútil.
Nuestros políticos pueden impedir en lo futuro estos vaivenes constitucionales a capricho del mandamás del momento, impulsando que los cambios a la Constitución, sean mediante votación secreta. No podemos vagar sin rumbo, ir a la deriva.
Esto que vivimos hoy, no es crisis, es peor, es un proyecto político faltón, miope y suicida.
Quien quiera que suceda al actual Presidente debe empezar por recuperar la gobernabilidad y conjurar la amenaza de la delincuencia organizada, sin administrar los problemas, sin echar culpas al pasado. Ya fue mucho cuento.

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