Sin excusas: La Feria

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Sr. López

Tía Susana y tío Agustín, eran más católicos que el Papa y Torquemada juntos. Diario, misa de seis de la madrugada; diario, a rodilla y con sus nueve hijos, rezo del santo rosario. Su casa parecía sacristía. Y así, Silvita su hija mayor, salió con su domingo siete. Los tíos, después de algunas escenas de ópera china, apechugaron, ni modo que no, pero ni mencionaban el asunto. Era divertido verlos en las reuniones familiares con Silvita casi esférica, sin aludir al inminente parto del que resultó un bebito muy simpático, al que los tíos llamaban “el niño”, sin decirle nieto jamás. Silvita se encargó de que él les dijera “abuelitos”. Ellos, como que no oían. La familia entera se reía de ese su inútil querer guardar las apariencias.
En México toda la gente se sujeta a la autoridad de una sola persona. Durante 2,300 años, desde la aparición de las primeras sociedades complejas, alrededor del año 800 a.C., cuando se registran los primeros cacicazgos, hasta los jefes de tribus, como los tlatoanis de lo que llamamos “imperio azteca”, los pobladores tenían claro que mandaba uno, solo uno… 2,300 años así, algo influyen en la mentalidad de las personas. Luego llegaron los españoles en 1521 y durante otros tres siglos, se siguió obedeciendo al mandón de turno, el Virrey, hasta 1821. Y ya eran 2,600 años con todos diciendo “sí, señor”.
Ya independientes, empezamos teniendo emperador (Iturbide), y luego, hombres fuertes que se hicieron a las chuecas o a las derechas con el poder, mandando sin discusión. Descontando a Iturbide que poco duró y acabó ejecutado, empezamos con Santa Anna, once veces presidente entre 1833 y 1855 (aunque el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones, acepta seis), quien se hizo dictador vitalicio con el tratamiento de Alteza Serenísima, para que no hubiera dudas.
Luego Juárez, presidente de 1858 a 1872, con algunas triquiñuelas (le sabía a las trampas electorales), y también con achuchones, pero mandando en su mitad de país durante la intervención francesa (en la que la otra mitad obedecía a don Max). Y por cierto, la frase que sí es de Juárez, del 17 de julio de 1872, que consta en archivos escrita de puño y letra de él, dice: “Cuando la sociedad está amenazada por la guerra; la dictadura o la centralización del poder pueden ser un remedio para aquellos que atentan contra las instituciones, la libertad o la paz”. Dictadura o centralización del poder… cumplió. Y no mencionemos el Tratado McLane-Ocampo que cedía a los EUA libre tránsito a perpetuidad por partes de México, del que Justo Sierra escribió “no es defendible (el Tratado) y todos cuantos lo han refutado, lo han refutado bien, porque representó la constitución de una servidumbre interminable”. Lo bueno fue que el Congreso yanqui no lo aprobó. Pecados del tiempo, tal vez.
Rematamos nuestro siglo XIX con don Porfirio Díaz, admirado y odiado a partes iguales a la fecha, que mandó en México entero de 1884 a mayo de 1911. Y ya llevamos 2,300 años, más 300 de virreinato, más el siglo XIX: 2,700 años obedeciendo a un hombre. No la tenía tan difícil el régimen de la Revolución, que instauró el imperio de seis años. De veras, no se entiende que haya quien se asombre de la costumbre del mexicano de obedecer a una persona.
Sin embargo, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, algo se gestó y ya francamente desde el año 2000, algo se movió (el mundo); el mexicano le tomó el gusto a sí elegir a sus gobernantes, pero ya no al estilo de nuestros antepasados -todo el poder en manos de un solo hombre-, sino con un Poder Judicial realmente autónomo y desde la Suprema Corte, no pocas veces enfrentado y mandando sobre el Presidente que no, ya no tiene todas las fichas en la mano.
De igual importancia y puede que hasta más, en el México de ahora contamos con órganos constitucionales autónomos, que son instituciones públicas diferentes a los tres Poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), con igualdad jurídica ante ellos, con facultades de control determinadas en la Constitución, respondiendo así a la necesidad de tener sistemas imparciales, separados de los Poderes quitándoles su no rara posición de ser juez y parte en asuntos de la mayor trascendencia como el sistema monetario (Banco de México); las elecciones (INE y Trife); medición de políticas públicas (Inegi y Coneval); respeto a derechos humanos (CNDH); supervisión de telecomunicaciones y radiodifusión (IFT); respeto a la competencia económica (Cofece); transparencia (INAI); y -redoble de tambores-, la procuración de justicia, que las Fiscalías ya son autónomas.
Los titulares de cada órgano son propuestos por el Presidente, ratificados por los diputados o senadores y desde ese instante, autónomos, no sectorizados, no sujetos a nadie sino a la Constitución y sus leyes orgánicas, y para correrlos hay que seguir el proceso que manda la Constitución. Para grata sorpresa nacional, los órganos autónomos se desempeñan con muy altos estándares profesionales y con excepción (ahora), de la CNDH y la Fiscalía General de la República, en manos de un caballerito que está bajo investigación del gobierno de los EUA, los demás han dado prueba sobrada de solidez ética y arrestos (agallas, usted entiende), ante el antes omnímodo poder presidencial.
Les guste o no (no les gusta), a los presidentes de México se les han amarrado las manos en muchas cosas y su poder podrá ser enorme en el Congreso (se entiende, mayoría es mayoría), pero en el resto del inmenso conjunto de asuntos nacionales, es infinitamente menor que el que siempre tuvieron. Es así la democracia. Quien gane por mucho o por poco los comicios y pose sus sacras nalgas en La Silla residencial, no es dueño del país, ya no.
Durante largo tiempo nos hicimos los disimulados ante el presidencialismo que ahogaba al país. Eso se acabó por algunos que ni el mérito reclaman. Muy bien.
Ahora otros, disimulan mal lo que buscan: el regreso al presidencialismo. Sabemos cuál es la solución, votar, sin excusas.

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