Puros cuentos: La Feria

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Sr. López

No sé en casa de usted pero en el centro de adiestramiento en que fue domesticado este menda, las reglas no estaban escritas y las órdenes a veces se daban con la mirada… y uno sabía muy bien qué debía hacer o dejar de hacer. También de vez en cuando, uno se quería pasar de listo pidiendo permiso de algo encubriendo otras intenciones y recibía una respuesta temible: -Tú sabrás –y sí, uno sabía.
Los derechos humanos no existen. No se altere, lea un poquito más. Los derechos humanos no tienen existencia real. Los virus sí existen; las vacas también y las piedras y las personas, por supuesto. Las ideas son, no existen. Solo existe lo que tiene existencia real (por cierto, la palabra ‘existencia’ se la inventó un tal Ricardo de San Víctor en el siglo XII, por si quería usted saber algo del todo inútil).
Las ideas solo son en la mente, no andan caminando por ahí; las cosas, todas, son en la mente del que las capta y existen, existen en la realidad, aunque no las conozcamos. Así, los derechos humanos en cuanto que son ideas y solamente eso, no existen.
Los derechos humanos son un conjunto de normas éticas (no morales, la moral es otra cosa), que nos hemos inventado los humanos para defender a las personas de los abusos de los gobiernos: una gente común no viola los derechos humanos de otro cuando lo asalta o lo asesina, no, comete un crimen; los derechos humanos aplican a los gobiernos.
El antecedente de estos es la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución francesa, aprobada por la Asamblea en 1789 (de la que Carlitos Marx decía que era de los derechos del ‘hombre burgués’). Y luego, hasta el siglo pasado, apareció la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada en las Naciones Unidas en 1948, aunque la verdad, la verdad, no fue tan universal: no la firmaron China, la India, ninguno de los países musulmanes, ni la Unión Soviética que era Rusia y media Europa (de hecho la impugnaron, pero es otro cuento); luego, vía tratados y acuerdos internacionales se fue generalizando.
Lo que no se dice es que los derechos humanos se concibieron para nulificar a las religiones, en particular la católica, por un laicismo masón nada discreto que se propuso por un lado, expulsar a Dios como fuente de una fraternidad universal (católica) derivada de su carácter de Padre de todos (con lo que implica de igualdad de la mujer y el varón), y por el otro, abolir a Dios como origen de la obligación del respeto a los demás.
Así, a la gente ya no le hablaba Dios a través de la Iglesia, sino sin Dios, a la gente le habla la asamblea, el parlamento, el congreso que representa a todos y a todos se dirige. Por eso el pleitazo entre Roma y los revolucionarios franceses. Cosas de antaño… lástima, deberían ser de hoy porque eso de que unos cuantos legisladores mandan sobre el resto es lo mismo que unos cuantos jerarcas religiosos, con la diferencia de que las normas religiosas no cambian según mayorías de ocasión y a conveniencia de grupos de poder.
Sirva esta digresión solo para quitar su halo de intocable santidad a los derechos humanos, pues su concepción y declaración obedecen a intereses derivados de pleitos muy viejos en Europa.
No sostiene López que los derechos humanos como los entendemos, sean papel sanitario, no, por supuesto se deben respetar, pero recapacite usted en que para que sean respetados, se deben concretar por escrito en leyes que tipifiquen su violación, leyes aplicadas por las autoridades… a todo esto, preguntaría don Gustavo Bueno, por qué derechos humanos, por qué no mejor, deberes humanos… mmm… no enredemos más la madeja.
Como sea, los derechos humanos se respetan en cada país según su propia legislación y los tratados internacionales que haya firmado y se haya comprometido a cumplir. En México esos tratados tienen fuerza de ley suprema, igualita que la Constitución. Muy bien.
Todo esto viene a cuento del aparente dilema que hay a la hora de combatir a la delincuencia organizada y la común también. Hay quienes se quejan de que la autoridad no respeta los derechos humanos y quienes protestan porque parece que se respetan preferentemente los de los delincuentes. Ambas cosas pasan… a veces, no siempre.
Lo cierto es que nuestros derechos humanos, todos nuestros derechos humanos, se precisan en leyes que describen a detalle los delitos que no debe cometer la autoridad. Y también es cierto que los derechos humanos se instrumentalizan no tan raramente como coartada, como atajo, para conseguir la liberación de delincuentes.
El dilema es falso. Nada en la ley impide que la autoridad combata el delito, aunque tal vez sea necesario que se agregue a nuestro Código Penal que la violación a los derechos humanos no anule el proceso sino que obligue a su reposición. Si detuvieron al Mocha-cabezas sin todas las formalidades, no lo liberen, castiguen al que no respetó las normas y al señor, que le revisen su juicio, porque no se puede liberar a un monstruo porque el policía le jaló las orejas o le pegó de gritos. Tampoco.
Y también conviene respaldar con toda la fuerza del Estado a nuestras policías (y militares), a la hora en que enfrentan a los criminales, a la hora que los detienen (no se nos olvide que en promedio, diario muere un policía en esas andanzas). Sin dar carta blanca a la violación de los derechos legales de nadie (que derechos legales se oye mejor que derechos humanos y es más claro).
Que nuestras fuerzas del orden no actúen con la espada de Damocles de los derechos humanos sobre sus cabezas, al encarar a los criminales y que en cuanto el delincuente esté detenido o se entregue, entonces sí, que no lo maltraten ni torturen, ni cometan ningún abuso (que es lo normal, por cierto, no se ande creyendo todo lo que le cuentan, que casi siempre son inventos).

México no necesita jueces elegidos por voto popular, ni policías con modales de novicias del verbo Encarnado. México necesita invertir mucho, muchísimo dinero en esto, lo demás son puros cuentos.

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