Pigmeos: La Feria

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Sr. López

Nunca supo este menda el nombre de tía Ancha, pero Ancha le decíamos todos y los que no eran de la familia le decían ‘señora Ancha’, y no había duda del por qué: era muy ancha de caderas, pero mucho. Era de las de Autlán y rica por un abarrote suyo, de los de antes en que se vendía de todo. Tía Ancha nunca fue casada, tuvo seis hijos y muy fresca decía que cada uno tenía su propio papá. Este junta palabras de niñito le hacía gracia -le daba caramelos-, y por eso ya grande, se atrevió a preguntarle por qué nunca tuvo marido: -¿Marido?… yo quería hijos, no marido… ¿para qué sirve el marido? –bueno, cada quien.
No piense que su texto servidor es aficionado a la hierbita vaciladora, para nada, pero quisiera saber si usted alguna vez se ha preguntado para qué sirve el Presidente, el de la república. Ya, ya, claro que hay que tener uno, todos los países tienen uno o el equivalente, pero en México: ¿para qué sirve el Presidente?
A brocha gorda, según la Constitución -artículo 89-, el Presidente está para promulgar las leyes que apruebe el Congreso; nombrar al cuerpo diplomático, los oficiales del ejército y a su gabinete (y proponer al Fiscal General); preservar la seguridad nacional; disponer de la Guardia Nacional; declarar la guerra (con permiso del Congreso, claro); dirigir la política exterior, celebrar tratados internacionales (también con permiso del Congreso); dar al Poder Judicial lo que necesite para chambear; habilitar puertos, establecer aduanas; conceder indultos; proponer ministros de la Suprema Corte al Senado… y otras cosas, algunas muy serias como proponer cada año al Congreso la Ley de Ingresos (lo que nos cobrará de impuestos, derechos, etc., y cuánto nos va a endeudar), y el Decreto de Egresos (en qué se va a gastar el dinero de nosotros los del peladaje y lo que consiguió prestado, que luego pagamos los tenochcas simplex, ni modo que él).
Por cierto: según el artículo 92 de la Constitución, las órdenes del Presidente y sus decretos y acuerdos, no se obedecen (no se obedecen) si no son firmadas por el Secretario de Estado al que corresponda el asunto. Así de acotado está en nuestras leyes el poder presidencial.
Y esa cota está bien aunque en la realidad del México actual, el Presidente alza una ceja y sus secretarios echan maromas y machincuepas. Lo que trae a colación la frase célebre de uno de nuestros más importantes sociólogos, Cantinflas: “Estamos peor pero estamos mejor, porque antes estábamos bien pero era mentira. No como ahora que estamos mal pero es verdad” (es de Cantinflas, se lo aseguro, nada que ver el señor de Palacio).
No era así antes, al menos no siempre: los secretarios de Estado no daban la razón al Presidente cuando no la tenía -con respeto, por supuesto-, disentían, argumentaban, eran escuchados -con respeto también-, y llegaban a acuerdos que en la inmensa mayoría de los casos, resultaron beneficiosos para el país. No somos una tribu con jefe ni un equipo de béisbol con mánager, ni un atajo de acémilas que conduce el Arriero Máximo desde su Palacio. No se construyó así este país, este gran país.
Da lo mismo, pero si se fija, si dejamos de tener presidentes y buscamos otro arreglo, no se le va a cortar la leche a las mamás lactantes o el hipo al macho de la especie, no. Aunque, claro que para evitar achuchones lo mejor es llevar la fiesta en paz y no arriesgarnos a otra guerra civil o a quedar peor.
Dirá usted y lleva razón, que el Presidente es importantísimo porque es quien se compromete a cumplir (él) y hacer a todos cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen. Lo que sería lindo si se cumpliera. Y a lo mejor ya va siendo hora.
El Presidente es el mandatario de la nación. Mandatario, no mandante, que el mandante, el que manda, es toda la ciudadanía que otorga al Presidente el encargo de representarla mediante el contrato consensual implícito que es su elección legal mediante comicios, contrato consistente en respetar y hacer respetar la Constitución. Y se formaliza la cosa jurando solemnemente el Presidente ante el Congreso, que cumplirá.
Muy bonito pero resulta que juran cumplir la Constitución y luego la cambian y hacen charamuscas con las leyes. Juraron cumplir una Constitución, no otra, no la que luego reforman a su conveniencia y también de la nación, todo hay que decir.
En 104 años, desde 1917, nuestra Constitución ha sido reformada más de 760 veces, mediante unos 251 decretos presidenciales, luego de obtener la aprobación del Congreso de la Unión. Hoy nuestra Constitución es como la cara de doña Lyn May (de todos nuestros respetos), y de su texto original de 21,382 palabras ya va en 111,783 (cinco veces más gorda… mucho Botox).
Por supuesto resulta rara la necesidad de tanto cambio. O los legisladores hacen mal su trabajo y por eso hay que estar corrige y corrige la Constitución, o lo hagan como lo hagan están a expensas de lo que ordene el señor-presidente, porque pareciera que no elegimos Presidente sino papá nacional o peor, autócratas de seis años, reyecitos temporales, pues.
Fuera bueno que las reformas a la Constitución tuvieran que ser aprobadas por todos los congresos locales y no como ahora, solo por la mayoría de ellos (17), lo que significa que la opinión y decisiones de 15 estados, casi medio país, no se toman en cuenta. Está feo.
También fuera bueno que cualquier reforma que cambie las facultades y obligaciones del Presidente, no entrara en vigor durante su mandato, sino al siguiente. Que cumplan la Constitución que juraron, que no son bromas.
Y regresamos a la pregunta inicial, ¿para qué sirve el Presidente? Para reinventar el país a su parecer cada seis años. Para que cada Presidente cambie en su periodo el mapa de por dónde y a dónde debe ir el país. Para tenernos con el Jesús en la boca si se levanta de malas.

Y también sirve para que lo veneren seis años y el resto de su vida lo ignoren si hizo bien su trabajo o lo insulten por siempre como corresponde a los que se creyeron gigantes y eran pigmeos.

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