Larga noche: La Feria

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Sr. López

Algo le he contado sobre tío Macro, de los del Autlán de principios del siglo pasado, tipo hecho a marro, macho terrible que debía vidas y manejaba a la peonada y los caporales de su rancho con la mirada. Pero contaba la abuela Elena que ese hombrón se casó con una prima suya, la dulce Finita, que fue la horma de su zapato, obedeciéndolo en todo y sin hacer nunca nada que él no hubiera autorizado. Se levantaba el tío y después de arreglarse, la tía en lugar de haber preparado el desayuno, seguía en la cama (“no me dijiste que podía levantarme”); llegaba el tío a la hora de comer y no había nada preparado (“no ordenaste nada”); se acostaba vestida (“no supe si me podía cambiar”). Y así siguió hasta que el tío Macro, enloquecido, le ordenó tonante que ella mandara en la casa: -¡Y no se lo digas a nadie! –se lo contó a todo el pueblo.

Como es muy fácil adjetivar a jefes de gobierno y similares, puede resultar conveniente repasar algunas ideas de algunos que las tenían buenas. Empecemos con Aristóteles (siglo IV a. C.), quien a grandes rasgos, sostiene que los regímenes políticos son la monarquía (uno vela por el bien común); la aristocracia (unos pocos gobiernan); y la república (cuando la mayoría elige a los que la gobiernan); don Aristóteles también decía que había desviaciones en todos los casos: monarquía a tiranía; aristocracia a oligarquía; y república a demagogia. Pues sí.
Demos un salto a tiempos más cercanos. El prestigiado jurista y politólogo italiano Norberto Bobbio (1909-2004), aceptaba la teoría de Aristóteles, pero para diferenciar entre buenos y malos gobiernos, hizo la distinción entre bien común y bien individual (sospechosamente parecido a lo de Rousseau, que contraponía la voluntad general a la particular, da lo mismo), como sea, para Bobbio un buen gobierno vela por el bien común y uno malo por el bien propio, por conseguir sus intereses. Vale.
Uno, como tenochca simplex, lo que rechaza son los gobiernos que incurren en los excesos del poder (autoritarismos, totalitarismos, despotismos, tiranías, dictaduras), que concentran el poder y lo usan en exceso, sometiendo los derechos y libertades individuales, a su nunca santa voluntad. Si se fija los pensadores nunca se refieren a gobernantes bandidos ni cínicos, mentirosos o gañanes… o no se les ocurre o les dan asquito.
Viene en nuestra ayuda el muy afamado filósofo alemán Karl Loewenstein (1891-1973), a quien los que saben, consideran padre del constitucionalismo moderno (de gran influencia en Latinoamérica, por cierto), quien sin trapitos calientes metía a todos esos malos gobiernos en una sola clasificación, la autocracia, cuyas características son ocho, según don Karl (se las cuento a brocha gorda, no hay espacio):
Hay autocracia cuando: 1. Detenta el poder una persona, una asamblea o un partido. 2. Ejerce el poder una sola persona, el autócrata. 3. No hay control efectivo del poder. 4. El autócrata no se sujeta a ningún límite. 5. El autócrata, no acepta nada distinto a sus ideas, su ideología es única. 6. Todas las entidades y órganos estatales están bajo el mando único del autócrata. 7. Solo el autócrata puede ordenar y todos deben obedecer. 8. El autócrata no acepta ninguna responsabilidad por sus actos, lo que fracasa tiene otros culpables, nunca él. (¿Le resulta familiar algo de esto?… ¿a quién le recuerda?… a ver, sin apasionamiento, lea de nuevo las ocho características del autócrata, según Loewenstein. No vaya usted a pensar mal de su texto servidor).
Salvo países de plano dejados de la mano de Dios, los autócratas procuran disimular la cosa. Coexisten con los órganos y contrapesos al gobierno, aunque estos siempre deben aceptar las decisiones del autócrata y plegarse a él cuando hay conflicto sobre algún asunto. Así mismo, mediante maniobras políticas, de propaganda, de astringencia presupuestal y bloqueo legal, el autócrata neutraliza cuanto puede a dichos contrapesos y órganos. ¡Ah!, y el autócrata suele ser aparte de autoritario, populista y manipulador de la opinión pública, usando para ello todo su poder.
A ese tenor, el autócrata refuerza y mantiene la estructura gubernamental sometida a él y tolera a las organizaciones de la sociedad civil en tanto en cuanto no cuestionen, critiquen o pongan en riesgo los objetivos y la prevalencia del autócrata; en caso contrario usa todos los instrumentos a su alcance para desacreditarlas, incluyendo la persecución legal a sus directivos.
Siempre según don Karl, en las autocracias están los monarcas absolutos, modelo Luis XIV (“el Estado soy yo”… que ni lo dijo, pero le acomoda), y el hiperpresidencialismo (eso que antes llamaban ‘bonapartismo’), que pone la autoridad del Ejecutivo por encima de cualquier otra.
El único régimen opuesto a la autocracia, en todas sus presentaciones, según el mismo, Loewenstein, es la ‘democracia constitucional’, en la que se delega el poder a los que el pueblo como único real soberano, elige libremente, sometidos todos los elegidos a las mismas leyes, controles y contrapesos, de manera que se preserve al estado nación y el estado de Derecho. Y en esto caben monarquías constitucionales (Reino Unido o España, por ejemplo), y repúblicas (no se entusiasme, en el México actual está en entredicho que seamos una verdadera democracia constitucional).
Así las cosas, recapacitemos en frases como “no me vengan con el cuento de que la ley es la ley” o la de “por encima de la ley está la autoridad moral y política”, de nuestro actual Presidente. Nada más con estas dos perlas, el huésped de Palacio, se definió sin darse cuenta como un autócrata, hecho que ratifican sus actos. Triste.
El consuelo de que ya casi se va a su finca de sonoro nombre puede ser riesgoso, porque el señor impulsa una sucesora que es inteligente y una convencida del tipo de gobierno mandón. Y de autócrata sigue déspota.
No se trata de lidiar con un mal marido o un papá mandón. En las elecciones de este 2 de junio nos jugamos mandar o no, al país a una larga noche.

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