Estado sin estado: La Feria

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Sr. López

El tema favorito de la insoportable tía Fernanda, era la defensa del prestigio de la familia y con esa excusa, destazaba prestigios de la parentela femenina, hasta que tía Victoria, la boca más temida de Toluca, le paró el alto: -Familia, familia, no hablas de otra cosa y eso no tienes, familia, el marido te dejó y tus hijos salieron corriendo en cuanto pudieron, mírate al espejo –enmudeció el palenque.
Dejando de lado el anarquismo que postula la desaparición del estado, entendido como gobierno (cosa de locos a primera vista pero que merece alguna reflexión), aceptemos que hoy por hoy (y por algunos milenios), es inevitable el estado entendido como el aparato de instituciones burocráticas, que monopoliza el uso de la violencia sobre la población de un territorio.
Conviene tener presente la diferencia, aunque sea explicada a brocha gorda, entre estado y Estado, el primero, con minúscula, equivale a gobierno, el otro, el Estado, es la nación. Y acomoda añadir, ya verá por qué, que nación, Estado, es la conjunción de pueblo, territorio y gobierno. No hay nación en territorios deshabitados ni en desgobierno o sin límites (fronteras), bien señalados y reconocidos por el vecindario.
No se crea que este concepto de Estado-nación es algo sabido y aceptado desde siempre, su origen es muy reciente en escala histórica: se empezó a hablar de Estado-nación a mediados del siglo XVII (con la firma de la Paz de Westfalia en 1648, al final de la Guerra de los Treinta Años, que acabó con el orden feudal, aunque la verdad es que terminó con las guerras de origen religioso y abolló mucho el poder del papado romano, como bien sabemos todos, claro); pero aun así, en 1933, hace apenitas 90 años, en la Convención de Montevideo, se consideró necesario precisar la definición de Estado (nación) como territorio definido, poblado permanentemente, con un gobierno capaz de mantener el control efectivo en su territorio (monopolio de la violencia), y le añadieron la facultad de mantener relaciones internacionales.
Así las cosas, el Estado, la nación, es una persona jurídica reconocida por los demás (o sea, el Estado es una persona de derecho internacional; no existe ontológicamente, no hay un señor Estado, es un concepto); y el estado, el gobierno, es el ramillete de personas concretas, reales, con nombre y apellido, que se las ha ingeniado para gobernar (o mangonear), un país, un Estado-nación.
Viéndolo así, los países, las naciones, los Estados, funcionan cuando su población acepta ser gobernada en su territorio (normalmente conseguido a macanazos). Lo llaman “contrato social” (idea de Rousseau): los habitantes de un territorio voluntariamente (?) renuncian a su libertad natural absoluta, para someterse a un gobierno, en el mejor caso elegido por ellos, al que le entregan parte de sus ingresos (tributos, contribuciones, impuestos, etc.), a cambio de beneficios comunes como la seguridad de todos, la aplicación imparcial de las mismas leyes, el cuidado de sus intereses comunes y la defensa ante otras naciones. Le repito: a brocha gorda, no se ponga exigente. Pero así funcionan los países lógicos, los de a de veras.
Dicho lo anterior, entremos al caso de México. Abróchese el cinturón. Somos país, claro, somos nación, sí, ¡viva, viva!, pero funcionamos muy raro: ni la población, a una, se somete al gobierno, ni el gobierno cuida efectivamente de todos. Es en lugar de un contrato social, un arreglo en el que ambas partes (población y gobernantes), hacen como que cumplen sus obligaciones, sabiendo que no las cumplen. Nos aguantamos mutuamente. Y funciona.
Por si piensa usted que exagera este menda, repasemos algunos datos. Por ejemplo, cuántos votamos en las elecciones: en 2018 el 63% de los electores, en el 2021 el 53%, y de eso resulta que 82 millones de tenochcas, no eligieron a quienes hoy nos gobiernan, lo que permite dudar que estén muy de acuerdo o sean parte del “contrato social”, aunque, claro, se aguantan, porque el gobierno también se aguanta.
Otro dato interesante: el 55.8% de la población económicamente activa (que trabaja), está en la “informalidad” (Medición de la Economía Informal. Inegi, 2022; no está uno inventando); o sea, más de la mitad de los tenochcas trabaja y no paga impuestos ni forma parte de ninguna entidad de seguridad social; son casi 32 millones de mexicanos de un total de 56.6 millones. Y el gobierno con todo y su monopolio de la violencia no los mete al aro… porque no puede.
Sobre seguridad pública como resultado directo del monopolio de la violencia, en este gobierno van 153 mil 75 homicidios dolosos, al miércoles pasado (dato de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana), el mayor número de muertos en la historia nacional, descontando la Revolución, claro; y esto pega directo en nuestras fuerzas armadas que después de 16 años de andar en la calle no dan ningún resultado. Y es la razón principal de la existencia del gobierno. Y ni mencionar nada sobre la aplicación de la ley: la tasa de impunidad según la FGR, es de casi el 95% y según el Índice Global de Impunidad, México ocupa el lugar 60 entre los 69 países medidos. Ni seguridad ni justicia. Bonito coctel.
Y la continua queja del gobierno de que le pagamos muy poco de impuestos, es de dudarse. Los mexicanos produjeron (PIB) el año pasado 26 billones 600 mil 587 millones de pesos mientras el gobierno obtuvo de los que producen y le tributan, 6 billones 172 mil 635.1 millones (Ley de Impuestos 2022, del diario Oficial), el 23.2%, sin el sudor de su frente, sin afanes ni angustias. Y el gobierno se gastó eso y otros 915 mil 615 millones que pidió prestados. No es mal negocio ser el gobierno de este país.
Por algo en la Encuesta Nacional de Cultura Cívica (ENCUCI) 2020, elaborada por el Inegi y el INE, resultó que el 86.2% de la población, NO confía en los funcionarios ni el gobierno.
Seamos sinceros, el país está dislocado… y funciona. ¿Cómo?, pues así, haciendo como que somos un cabal Estado sin estado.

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