El diluvio: La Feria

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Sr. López

Si le gusta la historia, disciplina muy recomendable para los que nos gusta el chisme inocuo (no se mete uno en la vida del vecino sino en los enredos del pasado), si le gusta, se habrá dado cuenta de los grandes avances que han propiciado algunos inventos como comer carne, cultivar la tierra, las ciudades, la idea de ciudadano, la escritura y la maravillosa innovación de la alfabetización, posible gracias a un monje franciscano, Alejandro de Villadei, al que se le ocurrió allá en plena Edad Media, un método simple para enseñar latín y lo hizo libro en 1209, el ‘Doctrinale Puerorum’, que fue un hitazo editorial (ha de haber vendido unos 200 ejemplares, ‘best seller’ para esa época sin imprenta).
Así, sin prestar mucha atención al fantástico pasado de nuestra especie, a muchos interesan solo los acontecimientos que alteran el curso de la historia: guerras, invasiones, revoluciones, liderazgos arrolladores (religiosos, militares y políticos). Y otros, por sentido práctico y de urgencia, prestan atención al presente, lo que obliga a revisar el siglo pasado.
Contra la impresión que provocan las dos guerras mundiales y las muchas regionales, junto con totalitarismos, dictaduras, regímenes despóticos, genocidios, crisis y las dos bombas atómicas, el siglo XX es el mejor de la historia completa de la humanidad. No, no se ha vuelto loco su texto servidor, mire:
En el siglo XX, por primera vez la guerra dejó de ser legal y éticamente aceptada. Antes era timbre de honor entrar en guerra. Nomás para que le calcule, Aristóteles decía que “la guerra es tan natural en la sociedad humana como la paz”. Se concebía la guerra como “el litigio entre las naciones (…) en el cual el juez es la fuerza y sirve de sentencia la victoria”, afirmación de un muy respetado especialista en derecho internacional del siglo XIX (Ramón de Dalmau), y Hegel escribió: “la guerra es bella, buena, santa y fecunda”; para irnos entendiendo. Como sea y por los horrores de la guerra total, la humanidad aprendió a condenarla y tratar siempre de evitarla (ahí le avisa usted a Putin).
Dejando de lado los increíbles triunfos culturales y avances científicos y tecnológicos del siglo XX, pasaron otras cosas tan importantes como la desaparición de los imperios: el belga (terrible, pregunte en el Congo); el otomano, sobre una cuarta parte del planeta; el británico que dominaba otra cuarta parte del mundo; y también, la caída de la Unión Soviética que mangoneaba media Europa. Todos a la basura.
Y no olvidemos que en el XX, fue la efectiva condena y fin de la esclavitud; el reconocimiento de la igualdad de derechos de la mujer; el reconocimiento universal de los derechos humanos y los deberes de las naciones; la instalación de tribunales internacionales; la industrialización masiva y el comercio global; la aparición de las organizaciones no gubernamentales; y la erradicación de enfermedades endémicas (entremos en escala, en la Edad Media en Europa había 19,000 leprosarios y la epidemia de tuberculosis iniciada a principios del siglo XVII les duró 200 años).
También en el siglo XX se consiguió la efectiva reducción del hambre, que aún mucha gente cree que es una azote la humanidad, olvidando lo que eran las hambrunas de a de veras, como cuando se redujo en 90% la población de Roma (Tito Livio, ‘Ad Urbe Condita’, búsquele en el capítulo 4); la gran hambruna europea en el siglo XIV, que golpeó todo el norte del continente, con muertes masivas que se estiman del 50 al 70% de la población, más Francia, España y Polonia; o el ‘Holocausto irlandés’, en el siglo XIX, con un millón de irlandeses muertos por inanición y un millón de desplazados. En el siglo XX, los adelantos científicos, la edafología, la industrialización de la agricultura, la ganadería y la pesca, han hecho una gran diferencia.
¡Ah!, y en el siglo XX se entronizó la democracia como el sistema de gobierno dominante en el planeta. Es tal vez el más importante avance de la humanidad por sus infinitas implicaciones y beneficios sociales, culturales, científicos y económicos. Con democracia, tropiezos incluidos, lo bueno y lo mejor son posibles. Pero democracia real, no solo para elegir gobernantes, sino para vivir todos al amparo de la ley y en libertad… libertad… libertad… cosa sagrada que no se echa de menos sino hasta que se pierde.
Y aquí entramos en materia: en varias partes del mundo hay un desencanto con la democracia, por ignorancia y por la indolencia de amplios sectores sociales que sin participar, sin siquiera molestarse en votar, esperan que “la democracia” los sirva para seguir viviendo a su aire; y la cura para eso es más democracia hasta que la formación cívica sea tan natural como la alfabetización.
En México, sin tremendismo, estamos inmersos en un proceso que mina nuestra joven pero no débil democracia.
Son reales los retrocesos democráticos de los años recientes, verdad dicha sin apasionamiento ni contribuir a la polarización que se intenta inducir y se induce desde el gobierno federal, dividiéndonos en dos categorías artificialmente enfrentadas e irreconciliables: en un lado el “pueblo bueno”, que lo es si se somete al gobernante y en el otro, los otros, todos esos cuya única diferencia es no coincidir con la dogmática cambiante e indefinida del mismo gobernante, un Presidente socialmente autista, ajeno a la realidad, obstinado en no se sabe qué pues su proyecto de nación depende de su humor matutino.
Agregue a eso, la creciente criminalidad que azota cada vez más amplias regiones en las que se inhibe la real libertad de la gente; el desbordamiento ilegal de la intervención de las Fuerzas Armadas en el ámbito civil; y la crispación, natural y promovida, del descontento de amplios sectores de la población.
Cada día más cerca del proceso electoral más importante después del que en el año 2000 rompió la ya disfuncional hegemonía de un partido, México necesita que los mexicanos sí salgamos a votar, México necesita de los mexicanos. Si no, el diluvio.

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