Ser y parecer

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LA FERIA/Sr. López

“Yo no… porque me casé de trece”, decía la abuela Elena, la de allá de Autlán, refiriéndose a la afición de las mujeres de la familia por el pantalón (usted entiende), y agregaba: -Eso no las hacía güilas, nomás era de solteras, ya con compromiso -se refería a ya casadas-, todas fueron serias o a lo mejor algunas, también casadas, pero fueron discretas y eso hasta da fama de decente –y sí, da.

Ayer, Transparencia Internacional, esa poderosa organización con sede central en Berlín y oficinas en cien países -México incluido-, puso las cosas en su sitio: en el gobierno del sexenio anterior hubo mucha corrupción y en el año 2024, con 26 puntos de calificación (sobre cien), quedó en el lugar 140 entre los 180 países evaluados, empatando con Camerún, Madagascar, Nigeria, Uganda e Iraq. ¡Sí se puede!, ¡sí se pudo!

Eso será desmentido por las cabezas y los parásitos, rémoras y similares, de la transformación nacional. Pedirán pruebas. El Buen Dios no lo permita, morirían bajo el peso de las evidencias. Ni vale la pena mencionar los casos más sonados. Todo mexicano en pleno uso de sus facultades mentales, lo sabe, lo sabe.

Hay quienes afirman que la corrupción en México se debe al porfiriato y otros, que al priismo imperial. No es cierto. En esos tiempos hubo corruptos, sí -pero con las excepciones de siempre-, “discretos”, moderados. En esos ayeres ninguno se hubiera atrevido a alardear “todos tenemos cola pero yo la tengo chiquita”, ¡fíjate qué suave!

Lo que es más, en este mundo, lo de la corrupción existe desde siempre.

El caso documentado más remoto es del 1100 a.C., en Egipto, durante el reinado de Ramsés IX, cuando un funcionario del faraón, Peser, denunció a otro por ser cómplice de una banda que robaba tumbas. (Hay muchos otros casos interesantes y hasta divertidos, pero no hay espacio).

El punto es que corrupción ha habido y habrá. Punto. Lo que importa es que no sea estructural e institucionalizada, que sean casos individuales y a escondidas.

Esos que veneran desde la cima de sus conocimientos de historia de libro de texto gratuito, a las tribus neolíticas que habitaban estas tierras (nunca descubrieron la metalurgia, acá no hubo Edad de Bronce ni de Hierro), afirman que mexicas y compañía eran una civilización idílica… bueno, aparte de que su menú incluía carne humana, se sabe que había corrupción porque se castigaba (casi siempre con pena de muerte en distintas variantes, algunas muy creativas, viera usted).

También hubo corrupción en el virreinato pero en esos tiempos no se andaban con chiquitas: el visitador general, Pedro Moya de Contreras (luego Virrey, el sexto), en 1583 vino de parte del Rey a darle una revisada a las cuentas, hizo su chamba y cundió el pánico: encarceló jueces venales y entre “empleados infieles al rey”, hubo ahorcados y torturados. ‘Dura lex’.

Y no se le olvide: mientras fuimos Virreinato de la Nueva España, todos los funcionarios, virreyes, presidentes de Audiencia, gobernadores, alcaldes y alguaciles, al terminar su mandato eran sometidos al maravilloso Juicio de Residencia, que era la rigurosa revisión de todos sus actos en el cargo, en especial contra los abusos de poder y la corrupción. El Juicio de residencia se canceló cuando nos independizamos… mala idea.

De nuestro siglo XIX hay poco que decir, es una vergüenza, pero se amplió el concepto de corrupción a la electoral. El diario El Monitor Republicano, edición del 26 de agosto de 1850, publicó “la corrupción electoral no es sino el principio de la gangrena social que comienza a invadirnos”. Y respondió el periódico conservador Universal (el de entonces), “las elecciones tan corrompidas están ahora, como en el primer día que las hubo en nuestro dichosísimo país: las mismas intrigas, los mismos desacatos a la ley, la misma ingerencia -sic- de las autoridades, la propia falta de libertad y de conciencia en los ciudadanos votantes”. ¡Vaya!, es de actualidad y es de hace 175 años.

En el siglo XX (¡sorpresa!), la cosa menguó. Había corrupción, sin duda, pero en una proporción que a la vista de los tiempos que corren, era de niños chiquitos. Una casa en un buen barrio, un coche, una amante y buenos restaurantes, de ahí no pasaba. En general los presidentes de la república y sus gabinetes, se comportaban (sin ser santos, eso no hay en la Tierra).

Rompieron ese molde Echeverría (que murió sin fama de corrupto, siéndolo en escala sideral y no lo dice de oídas este menda, le consta); López Portillo que él no robó (créalo, también consta en primera persona a su texto servidor), pero toleró los excesos de sus cercanos.

Y se acabó el cuento con De la Madrid, que apretó en serio y puso en lo que hoy es la Auditoría Superior, a un señorón, Miguel Rico Ramírez, que trajo marchando a secretarios y funcionarios en general.

Después contra todos los decires, sin contar a algunos cínicos del salinato, Zedillo fue serio y con el erario, más; Fox también, a pesar de su rancho y sus hijastros; Calderón, impecable; Peña Nieto, frívolo y con la imagen desecha ¡por una casota!

Y luego, la debacle, la ruina. El obradorato de inmensa corrupción en todas sus variantes: política, administrativa, judicial (encarcelar inocentes por venganza), tráfico de influencias, extorsión, etc. y la colosal corrupción en programas sociales (se “paga” pensión a un millón de viejos que no existen, datos del censo oficial frente a informes de la Secretaría del Bienestar), y el nuevo caciquismo, sus gobernadores secuaces. Y lo peor: corrompió estructuralmente a las fuerzas armadas.

La defensa de los corruptos, la hizo personalmente quien era Presidente de la república. Jamás visto.

Esta corrupción que escandaliza al mundo, culmina con la acusación oficial, por escrito, del gobierno de los EEUU, de la intolerable alianza del gobierno mexicano con los cárteles de la droga.

Señora Presidenta, no basta negarlo. Por México, por su gobierno, por usted, debe actuar. Limpie usted o barren con México. No se le olvide, hay que ser y parecer.

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