LA FERIA/Sr. López
Tía Chole (Soledad), de las de Toluca, en esos lejanos años en que un divorcio era un escandalazo, se divorció. Alguna vez en una sobremesa de domingo, contó a las otras señoras que no lo dejó por borracho, ni por desobligado o grosero, que nada de eso fue, sino porque lo cachó mintiendo en una babosada: -Dejé de respetarlo –remató.
De un tiempo acá, si se toma uno en serio la lectura de la prensa y no naufraga en las notas de sociales y espectáculos, encuentra un surtido rico de malas noticias y si no malas, preocupantes, casi todas de política… mexicana.
Se llega a un punto de congestionamiento neuronal que puede hasta llevar a padecer el síndrome TVN (TVyNovelas), patología cerebral también denominada SIRA (Síndrome de Inutilidad Racional Adquirida), que suele derivar en la incapacidad para comprender textos de más de un párrafo y en casos terminales al “google tremens’, consistente en la pérdida total de la capacidad crítica que se manifiesta en dar por verídico todo lo que aparezca en la pantalla de un dispositivo electrónico; es progresivo, no se ha encontrado cura.
Eso de que la política sea fuente de noticias que alteran el pulso e inflaman el hígado, es comprensible, dado que es el oficio más difícil. Nada entraña las dificultades de la política, ni la neurocirugía, básicamente porque su materia prima somos los humanos, de los que se dice que cada cabeza es un mundo, sí, pero un mundo de problemas. Sume a eso que quienes ejercen tal ocupación, son también humanos y bueno, “errare humanum est”, que no es cierto que sea frase de Séneca (ni de Cicerón, por si estaba usted con el pendiente).
Sobra advertir que de entre las muchas acepciones de la palabra política, nos referimos a la práctica cuyo objeto es el poder público, de la sociedad, del Estado, para gobernarlo, aplicar las leyes -obligatorias para todos los que pertenecen la comunidad-, solucionar sus conflictos internos (y defenderla de los externos); y la gestión y administración de los bienes y recursos públicos.
Podemos agregar con Toñito Gramsci, que la política se basa en el hecho indiscutible de que al menos en nuestra especie, hay gobernados y gobernantes, dirigidos y dirigentes, quienes obedecen y quienes mandan (si no le gusta, bueno, haga como quiera… a ver cómo le va).
Sea lo que sea, el asunto trepidante es que la política la hacen los políticos. Por eso, lo que importa son ellos porque de ellos depende que la sociedad vaya por la senda de la justicia y el progreso o del ¡sálvese quien pueda! y el retraso.
Así las cosas, siendo a todos muy obvio que un sordo no puede dirigir una orquesta sinfónica, ni un ciego un equipo de futbol, extrañamente no nos acaba de quedar muy claro que los políticos obligatoriamente deben tener virtudes, al menos cuatro: justicia, prudencia, fortaleza y templanza (sí, las del Catecismo, pero la cosa es de Platón, en ‘La República’, poquito antes, por ahí del siglo IV a.C.).
Ahora bien, si un político es justo, prudente, fuerte y templado, no significa que sea santo, que la santidad es inalcanzable en esta vida, sino una gente decente ‘simpliciter’, como el común de las personas (si no la vida sería imposible).
Más interesante se pone el asunto al asumir que el ejercicio de la política, insalvablemente, implica hacer cosas desagradables cuando no malas y mentir. No idealicemos la política ni a los que se dedican a ella.
Eso de que a veces los políticos se enfrentan a situaciones en las que su decisión significa que se haga algo malo, se aclara con un ejemplo: cuando Harry Truman, presidente de los EEUU, autorizó que le echaran bombas atómicas a Hiroshima y Nagasaki, sabía que morirían cientos de miles de civiles del todo inocentes de todo, sí, pero sin eso, terminar la guerra con Japón hubiera costado la vida de cientos de miles de soldados de su país; su decisión derivó en algo muy malo para esas poblaciones japonesas, no fue agradable, pero fue lao correcto desde el punto de vista que le era obligatorio, el de su patria. Decía Winston Churchill (no es cita), que el político que no tuviera espaldas para cargar esas decisiones, cambiara de oficio.
Y de las mentiras, ya que salió don Winston, él decía -tampoco es cita, pero lo decía-, que los políticos podían y debían mentir cuando se tratara del bien de su país, no por beneficio propio ni interés político.
Con estos antecedentes, podemos preguntarnos: ¿qué pasa en México?, ¿qué pasa con nuestro gobierno? Esto no es normal y se debe decir para alejarnos del peligro de normalizar lo esperpéntico, el despelote. No nos volvamos un país de cínicos.
No es así el gobierno, no ha sido así en México. La revisión a volapié -digamos de 1929 a la fecha, que es casi un siglo-, lo prueba; hemos tenido gobiernos de dulce, chile y manteca, unos han metido la pata, otros fueron regulares y también los hubo buenos; y tal vez con alguna excepción, nuestros presidentes han sido respetables y respetados, haga un repaso; pero nunca habíamos tenido un Presidente ni un gobierno como el del sexenio pasado, abiertamente mendaz, cínicamente ineficaz, que de la mentira hizo su principal herramienta. Nada de lo que resultó de ese gobierno, resiste análisis (ni los programas sociales, fuente de una inaudita corrupción). Sin apasionarse, sin intención torcida, son números.
No se trata de cargarle la mano al que NO vive en Palenque, cazar moscas no es deporte. Se trata de que no nos dejemos encallecer el alma ni transformarnos en una sociedad de desvergonzados. No es correcta ninguna violencia, ni exigible el martirio, pero sí, en nuestro fuero interno, tener muy claro: esto no es así y hablarlo en nuestro entorno.
El actual gobierno federal se asume como heredero y seguidor del anterior. Mal asunto. Pueden hilvanar más triunfos en las urnas, que para eso disponen del erario, pero la realidad es muy terca y porfiar en la construcción del segundo piso de ese tugurio de mentiras, lleva al ridículo y eso es lo peor para un político, dar risa, perder el respeto.