Puro cuento: La Feria

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Sr. López

Allá por los años 30 del siglo pasado, cortejó a tía Lola en Toluca, un doncel del que contaban las viejas, era decentísimo y más guapo que decente. Se casaron y antes del año hubo separación sancionada por el señor Obispo, pues el doncel nunca la tocó. Tía Lola se quedó solterona y contaba de su fallido esposo que entendía “muy raro” la decencia y que era inolvidable, inolvidablemente inútil (como varón, se entiende aunque ella no entraba en detalles). Se dan casos.
Como es bien sabido, los que pertenecemos a la especie humana, vivimos agrupados. Los rastros arqueológicos más antiguos así lo prueban. Los humanos vivimos desde siempre en sociedad, interactuamos, dependemos unos de otros y hasta el ermitaño más gruñón, por aislado que viva, sus utensilios, ropa y los libros que lee, los hicieron otros.
Ordena la vida en sociedad eso que llamamos política, ese acordar y establecer las normas, obligaciones y derechos que aplican a todos los que viven en el espacio común, el caserío, el poblado, el país.
Así, la política permite establecer entidades pagadas por todos, dedicadas a aplicar igualitariamente las leyes y cuidar los intereses de las mayorías, respetando los de todos.
Por eso, no hay oficio más noble que la política; por ello es tan escandalosa la conducta del que se inserta en la práctica política, en la cosa pública, y la pervierte en su beneficio o el del grupo al que pertenece, perturbando el orden social, el respeto a los derechos y los fines comunes.
Pervertir la política en su manifestación más tosca, es lucrar con el erario; pero también puede derivar de convicciones o ideologías que defienden intereses de parte, no del colectivo, no haciendo política sino partidismo en el menos malo de los casos, pues también puede no ser ni por partidismo sino por un individualismo que tarde o temprano muestra su verdadero rostro: el autoritarismo, la autocracia.
Vale advertir que el correcto ejercicio de la política, no impide plantear y defender convicciones, idearios y hasta doctrinas individuales o de camarilla, en tanto quienes las proponen, se sujeten al marco legal vigente y a lo que resulte de los comicios, sin rupturismo ni violencia. Convencer a otros es parte de la política; imponerse a otros es despotismo.
Luego de estos comentarios a brocha gorda, vale decir que el Presidente de México -Jefe de Estado y de Gobierno-, es el primero con la obligación de hacer política, recta política.
Al inicio del presente gobierno federal, no auguró nada bueno que el Presidente lo definiera como una “revolución pacífica”, porque “revolución” a balazos o repartiendo flores, es un cambio profundo de las estructuras políticas y económicas de un Estado. No se le eligió para eso, sino para cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes; eso juró al asumir el cargo, no juró revolver todo ni la gente votó por él para eso. Y si esa era su intención, lo hubiera dicho en campaña: “quiero reinventar México conforme a mi modo personal de concebir las cosas, sin que el Congreso vaya a poder cambiar ni un punto ni una coma a mis iniciativas y sin que la Suprema Corte pueda oponerse porque los jueces están todos podridos”… a ver cuánta gente hubiera votado por él.
En consonancia con ese mal augurio, nuestro Presidente tacha de politiquería toda manifestación de protesta y todo aquello que no coincide con sus individuales convicciones y decisiones, como coartada a su política de puertas cerradas; como pretexto para no escuchar nada que difiera con sus “otros datos”; como escapatoria para no enfrentar lo que no tiene justificación.
De lo que sí habló durante su campaña por la presidencia fue de la Cuarta Transformación, sin definirla, describiéndola brumosamente como lucha contra la corrupción, democratización y preferencia por los pobres. Ideas insuficientes como para equiparar su transformación con la Independencia, la Reforma y la Revolución. Además esos objetivos son parte del gobernar bien… y no es para tanto, si gobernara bien, que su lucha contra la corrupción es discursiva, solo contra personajes del pasado, con tufo a venganzas personales, y nunca contra quienes forman parte de su gobierno que a fin de cuentas, son los que ahora nos interesan, los que ahora pueden robar y roban (algunos, tampoco todos); que su “democratización” es peculiar, muy peculiar, porque lo enfurece la oposición y pide-exige a los suyos lealtad ciega; y su apoyo a los pobres encalla en programas sociales que no resuelven las causas de la pobreza ni la disminuyen.
Ayer supimos por su propia boca que al Presidente no le interesa la chamba de Presidente. Haberlo dicho antes, lo contratamos para trabajar de Presidente.
En la mañanera correspondiente al 29 de septiembre dijo: “Yo no llegué aquí para tener el cargo más importante de la república, llegué aquí para transformar. En ese sentido, sí aspiro a algo trascendente, me interesa la historia, no los cargos”.
Por partes. Primero: no llegó a Presidente para ser Presidente (son sus palabras, revise arriba), él llegó a Presidente para transformar. ¡Vaya!, no sabíamos que no le interesa ser Presidente y cumplir con las obligaciones de Presidente, sino transformar al país o sea, a nosotros, porque los cerros no se van a mover. Que le apure, ya le queda nomás la mitad del sexenio.
Y segundo: le interesa la historia. Ya la hizo. Si eso es lo que busca, quedar en la historia, que ni se preocupe. Ya está. Nada lo saca de la historia de México.
Historia como aquí se entiende y suponemos él entiende, es el registro, narración y exposición de los hechos y sucesos que componen la vida pública nacional.
Están en la historia los que vendieron medio territorio a los yanquis. Victoriano Huerta, también. Santa Anna, se aseguró su lugar en los anales de la tragicomedia nacional. Maximiliano y Carlotita tienen vitrina especial. Los héroes también están en la historia, claro.
Nada más un detalle: así como hay política y politiquería, hay historia, historias, historieta y puro cuento.

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