Pésimo circo: La Feria

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SR. LÓPEZ

Llegando a la bellísima ciudad de Oaxaca, tía Yuyú (jamás se supo su nombre, a lo mejor así se llamaba), preguntó en voz baja a su marido, tío Armando (probablemente el hombre más bien plantado de América Latina, atlético, rubio cenizo, ojos azules como platos… y muy simpático): -“¿No íbamos a Acapulco?” –y él con el tono de voz que siempre usaba, el del hombre más seguro del planeta, le respondió: -“¿Quién dijo?” –no, nadie, por eso empacaron trajes de baño, bronceadores, chanclas y todos los accesorios que la norma dicta para hacer apropiadamente el ridículo en la playa. Sombreros redondos de paja, incluidos. Y ahí anduvieron una semana en esa hermosa capital, vistiendo como si la playa quedara a dos cuadras (se reían hasta los perros). ¡Papelazo!, pero tío Armando, primero se dejaba asar y hacer tiras en un trompo de tacos al pastor que aceptar un error o que se había perdido en una carretera. Era el hombre más necio del país (si Sor Juana lo hubiera conocido le dedica su redondilla “Hombres necios”). Año después añada tía Yuyú se separó de él, pues lo quería con toda el alma, todo tiene un límite. Chin, lástima.

Sabido es que hay muchas maneras de gobernar mal y para hacerlo aceptablemente bien no es tan difícil. Empecemos al revés: para gobernar bien se requieren dos cosas; la primera, eso que los católicos creen que inventaron y originalmente es de Platón: las cuatro virtudes cardinales, las más importantes para convivir en el planeta sin muchas complicaciones: justicia, prudencia, fortaleza, templanza (que no va a explicar este menda por falta de espacio y porque se entiende -más o menos en qué consisten-, pues un gobernante injusto, imprudente, guango de carácter e inmoderado en el goce de los privilegios del cargo, acaba regando el tepache pública y privadamente); la otra cosa necesaria para gobernar bien, es más fácil (o difícil, según las debilidades del gallo de turno): respetar la ley, siempre, aunque le pese, aunque perjudique a un ser querido de él, aunque vaya contra sus intereses personales: “dura Lex, sed lex”, decían los romanos (antes de Cristo, no vaya a pensar que Berlusconi), “dura es la ley pero es la ley” y la respetaban sin distinguir pelo, color ni tamaño.

Por el contrario, para gobernar mal hay mil maneras. Después de regularcito y mediocre (estilo Miguel de la Madrid), todo lo que sigue para abajo es malo, malísimo, hasta llegar a pésimo. Y suelen causar tragedias sin darse cuenta o dándose, sin que les importe un reverendo y serenado cacahuate.

Esos romanos, los de la Roma Clásica, los del imperio que nos legó idioma a medio planeta y derecho a todos los países civilizados (EUA exceptuados), sufrieron todos los tipos de gobernantes que se pueda uno imaginar, pues eso pasa cuando algo dura mucho, exageradamente mucho (del 27 a.C. al 1453, d.C., cuando cayó Constantinopla), casi 1,500 años… ya se imaginará lo que vieron los ciudadanos romanos. En una cosa estaban de acuerdo: cuando llegaba al poder alguien muy bueno, era temible si se echaba a perder, de ahí el refrán romano (en latín, claro): “Corruptio meliorum, pesima”, o sea, en traducción de brocha gorda: la corrupción del  mejor, es pésima (y pésimo es lo que no puede ser peor).

Ese es el peligro mayor en que estamos hoy en nuestro risueño país. No hay uno de Morena, chairo, integrante del gabinete legal o ampliado, ni el mismísimo Presidente de la república, planeando cómo hunden a México. No están locos -en general-, ni son la mayoría malos sino solamente el número estándar de canallas que suele haber en cualquier grupo humano (los menos, siempre, lo normal es que la gente sea buena, no santa, pero no mala).

El peligro es doble: por un lado los que ven en el Presidente a Jesucristo versión Macuspana, y creen que es un taumaturgo con poderes milagrosos con los que  conseguirá cumplir todos sus propósitos, sin ver que evidentemente algunos son imposibles (lectura recomendada: el Plan Nacional de Desarrollo -PND-, 2018-2024): Luego hay otros menos alucinados, que viendo a las claras lo utópico, inviable, improbable, inasequible, irrealizable, inalcanzable, insoluble, inútil o lo mucho muy difícil de realizar un plan que se concreta en entregar un nuevo país dentro de cinco años y cinco meses (lo que queda de ejercicio del cargo), toman una de dos posturas: darle por su lado, por un amor irrefrenable al hueso, y otros que ya planean la traición (¡oooh! sí, siento rasgar su candidez; hay de esos, que ya planean como sacar raja del fracaso que será, según ellos, este sexenio).

Se ignora hasta dónde pueda llegar a cumplir sus propósitos. Algunos de los estelares ya se ven casi imposibles, a menos que se rebocen con espesas babas, como ya ha hecho con algunos dictámenes de instituciones tan serias como las calificadoras de crédito, la OCDE, el Banco Mundial, el de México, Inegi y su Secretaría de Hacienda, entidades que señalan un producto interno bruto mucho menor al prometido (4% promedio en el sexenio, cerrando con el 6%); o Mitre, esa organización mundial que descalifica el aeropuerto en Santa Lucía operando simultáneamente con el de la CdMx; o las obras en el Istmo, de las que, quienes ahí viven, niegan haber sido consultados, aunque la verdad oficial es que ya y que están de acuerdo (igual que el Tren Maya).

Y ni de quejarnos tenemos derecho: si toda la ciudadaníadel inmenso padrón de electores, hubiera salido a votar, el señor no llega (ganó con un enorme tercio -30 millones-, de un padrón de casi 90 millones de tenochcas), diría la Juana, en versión libérrima: ¿de qué se espantan, de la culpa que tienen? Quiéranlos como los eligen o elíjanlos como los quieren.

La terquedad nunca ha sido virtud y no es parienta ni lejana de la perseverancia. Puede caer esta administración en alguna variante del “pan y circo” (otro adagio de la Roma Clásica), nada más que para eso, primero debe haber pan, porque si la economía se va al traste, habrá poco que masticar y con poco pan, pésimo circo.

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