LA FERIA/ Sr. López
Hace mucho le conté de una tía de los Ávila de Toluca, que tenía confeti dentro del cráneo. No porque haya tenido cinco maridos (y otros sin documentar), sino porque de católica ferviente, pasó a protestante furibunda, budista contemplativa, mahometana ortodoxa, conversa al judaísmo, hinduista mística, masona agnóstica y luego atea, para a fin de cuentas, regresar al catolicismo. Tuvo cuatro hijos que también tenían confeti en vez de sesos. En la familia les decían “los locos Ávila”, a los cinco. Tal cual.
Con todos los matices que se quiera, aceptemos que en alguna medida, somos un país esquizofrénico, pero de libro, con desorganización de las funciones ejecutivas, disfunciones sociales, metas cambiantes, dificultades de motivación (del ‘¡viva México cab…!’, al injurioso ‘¡solo en México!’), alejado de la realidad monda y lironda. De libro.
Por lo mismo, no siempre pero no es raro que el político se aísle de la gente, no participe en actividades comunitarias no controladas, tenga conductas anómalas y hasta perjudiciales a la sociedad, sufra de pensamiento confuso, creencias delirantes y alucinaciones (especialmente cuando están en la mera de puntita de hasta arriba de la pirámide del poder), o sea, con percepción alterada de la realidad. Se repite: esquizofrenia de libro.
De eso, la nada inusual crítica y hasta desprecio por la política y los políticos, sin recapacitar en que la política y los políticos son imprescindibles para la organización, conducción y progreso de los países, dejando de lado por esta ocasión, sugerir en qué grado pueden y deben intervenir en la vida de la sociedad, aunque no se deja pasar la oportunidad de proponer que lo hagan con la mayor mesura, que dejen de estorbar, que asuman la aciaga verdad de que ellos, los políticos y los gobiernos que forman, son frecuentemente origen de problemas y no de su solución (casos de estudio: la inseguridad y la corrupción… estrictamente de su responsabilidad, sin trapitos calientes).
Así las cosas, resulta oportuno reflexionar en que nuestros políticos no vienen de un país enemigo a hacernos sufrir, no llegaron de Marte ni salen de hospitales psiquiátricos, no, son uno de los productos de la bonita sociedad mexicana; son mexicanos, aunque algunos parezcan enemigos de la patria.
Y son así en buena parte por la dislocación de origen de nuestra sociedad. Sin espacio para detalles históricos, pensemos en que la sociedad que resultó de tres siglos de ser Nueva España, no era homogénea sino un mosaico variopinto y dispar, con numerosas etnias indígenas organizadas por sí mismas conforme a sus costumbres, pero con elementos comunes a todos bien enraizados en la conciencia colectiva: no éramos un país federal ni laico sino centralista y católico.
Nos independizaron (mal), criollos y mestizos con la total indiferencia de los indios (que no, que no es grosería), y empezó el pleito entre conservadores y liberales que al triunfar en 1867, con Juárez en la presidencia, procedieron a hacernos un país federalista sin religión y a monopolizar la educación con el objetivo principal de construir ciudadanía republicana; cosa que el tal Benito encargó a Gabino Barreda que impuso un modelo educativo que hacía realidad los ideales liberales (masones… yorkinos, los de EEUU), para hacer un México integrado por ciudadanos, sin lugar para las comunidades indígenas, que eran lo que le punzaba a don Juárez y los liberales, siempre enemigos de los indios a los que querían hacer individuos racionales (sin sentido comunitario), seculares (sin religión), ilustrados (según los ideales de la masonería), emprendedores y con afán de progreso.
Siguieron los liberales cuando llegó el Porfiriato y la cosa quedó a cargo de Justo Sierra, secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, con el positivismo y un libro único de historia que enseñó a todos que los liberales eran los “buenos” y los conservadores, una minúscula facción de “vendepatrias” (siendo los liberales los que vendieron la mitad de la patria a los EEUU).
Con el régimen surgido de la guerra civil que llaman Revolución Mexicana, siguió lo mismo, ahora a cargo de José Vasconcelos, con el añadido de las “Misiones Culturales”, con maestros que eran verdaderos agentes promotores de la ideología oficial del Estado, y la instauración de ceremonias cívicas que desplazarían con el tiempo festividades y expresiones religiosas populares, decían (creían). Y el desprecio a los indios.
Plutarco Elías Calles en su discurso en Guadalajara del 20 de julio de 1934, en presencia del presidente electo Lázaro Cárdenas y del gobernador del estado de Jalisco Sebastián Allende, dijo: “(…) debemos apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud porque son y deben pertenecer a la revolución. Es absolutamente necesario sacar al enemigo de esa trinchera donde está la clerecía, donde están los conservadores (…)”. Y el desprecio a los indios.
Para que calibre, antes, en 1930, el médico José Manuel Puig Casauranc, secretario de Educación, sostenía que la pobreza, la mala higiene y el alcoholismo eran vicios vinculados a determinadas razas y que el ser indio era una enfermedad que podía curarse. Lindo tipo.
El discurso indigenista que se ha puesto de moda en los gobernantes actuales, queda en palabras vacías y tardías, dos siglos tardías y más vacías.
De esa sociedad imaginaria, a la que se enseñó a despreciar sus orígenes indígenas, odiar su componente español, de espaldas a su natural religiosidad y centralismo (que en la práctica se sostuvo siempre), con una historia ficticia y en el mejor caso, falseada, lo que ha resultado es una ciudadanía sin causas nacionales en la que los gobernantes van por su lado y la gente por otro.
Es la hora de los políticos que quieran recuperar el México de todos y abandonen los discursos embusteros. No tendremos democracia sin demócratas ni país sin ciudadanos. Y no es labor de siglos, es cosa de dar paso a la verdad y dejar de dar palos de ciego.