No es así: La Feria

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Sr. López

Era un buen discurso. Nada más. Lo escribió casi todo Clarence B. Jones y lo dijo Martin Luther King, palabra por palabra, los primeros siete párrafos. Era el 28 de agosto de 1963 y una increíble multitud de 250 mil personas (cuenta real, no cuenta ‘zocalazo’), de todas las razas, plantada frente al monumento a Lincoln en Washington, escuchaba entre los murmullos y distracciones inevitables en tal muchedumbre. Con ese mitin culminaba la mayor marcha en la historia de los Estados Unidos, la Marcha sobre Washington, convocada por las seis más grandes organizaciones pro derechos civiles de los EUA.
Cincuenta años después, lo contó el propio Jones en una entrevista para la BBC Mundo: estaba a pocos pasos de King, quien de repente, dejó el discurso sobre el podio, contempló la multitud primero y luego frotando con su pie derecho la pantorrilla izquierda, miró a la cantante de góspel Mahalia Jackson, que gritaba: -¡Cuéntales del sueño, Martin! –refiriéndose a otro discurso de él, en Detroit, pronunciado dos meses antes, cuando parafraseó el sueño de Thomas Jefferson, escrito en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “Sueño que un día esta nación se elevará para vivir el verdadero significado de su credo: sostenemos que esta verdad es evidente en sí misma: que todos los hombres son creados iguales”. King tenía ese sueño y recordó a su nación que era el sueño de todos y sí, que era posible.
Volvió a escuchar el grito de Mahalia Jackson -¡Cuéntales del sueño!-, y Martin Luther desoyendo la opinión de uno de sus principales asesores, Wyatt Walker, quien le había dicho que prescindiera de esa frase trillada, galvanizó a la muchedumbre con cuatro palabras: “I have a Dream” (Yo tengo un sueño), ya hablando como lo que era, un experimentado predicador bautista.
Y no le bastó, lo repitió 10 veces (contadas). Tenía un sueño y lo decía con su firme formación intelectual, con su sólido conocimiento de la historia, que por eso inició su discurso con las palabras -en inglés ya en desuso-, con que Lincoln comenzó el suyo en Gettysburg, cien años antes, honrando a los caídos en la batalla contra los esclavistas, que murieron por una nación “concebida en la libertad y consagrada en el principio de que todas las personas son creadas iguales”.
Sin dramatismo, con el aval de sus luchas y encarcelamientos, machacó King con que tenía un sueño, que culminaría cuando sus cuatro hijos vivieran “en una nación en la que no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter”.
Hubo 18 oradores en total, King era otro, no el principal, ni su organización la más poderosa. Habló 17 minutos. Ninguno otro es recordado. Cuatro años y ocho meses después del discurso, King fue asesinado el 4 de abril de 1968. Quedó en la historia mundial.
Seis de marzo de 1994, Monumento a la Revolución, 50 mil disciplinados priistas celebraban el aniversario de su partido, escenografía y parafernalia habituales, gargantas llenas de gritos de entusiasmo obligatorio, ametralladoras de aplausos prepagados, confeti y matracas a la mano, y Luis Donaldo Colosio gritando: “Yo veo un México”… tributo chafa a la elocuencia, imitación de la inspiración; copiar, copiar mal, no recrear, “tintanismo” involuntario (de Simbad el marino a Simbad el mareado, lo mismo pero barato).
Al rescate, 17 días después, el 23 de marzo de 1994, la muerte trágica (como todo asesinato), para que ahora resulte que ese parafraseo a machetazos sea “el discurso que despertó al PRI”, “legado vivo”, “reto valiente a Salinas”, “fin del partido-gobierno”, “proyecto de una nueva nación”. Ese discurso, uno más, florilegio acostumbrado de promesas de candidatos, pasó a ser de rosario de lugares comunes, a documento fundacional, amenaza a los poderes fácticos y sentencia de muerte. Cinismo oportunista.
Javier Treviño se encargaba habitualmente de los discursos de Colosio; para la ocasión, opinaron Patricio Chirinos (secretario de Gobernación de facto, salinista químicamente puro), Soberanes, Palma y Hopkins. Urgía un discurso que lo hiciera parecer candidato (porque la campaña nomás no levantaba), que se impusiera sobre lo del momento, el EZLN. Buscaron alguno entre los dichos por los grandes, les acomodó el de King, aunque el candidato tuviera que hablar como no hablamos los mexicanos (¿de cuándo acá decimos “yo” antes del verbo? -“yo veo un México”-, pero había que decir cuatro palabras, como King, había que seguir la receta… mediocres, nomás les faltaba King, que nuestra declaración de independencia hablara de un sueño nacional y que Hidalgo también hubiera tenido un sueño… mediocres). Y se lo revisaron y aprobaron en presidencia de la república, José Córdoba Montoya, sí señor, que Luis Donaldo todo consultaba a Salinas: le debía completa su breve carrera política de apenas nueve años en que fue diputado, senador, presidente del PRI, secretario de Sedesol y candidatazo del partidazo.
Nada se puede agregar sobre lo injustificable de su asesinato, pero algo debe decirse sobre la falsa figura de prócer que se nos quiso imponer y ahora reverdece: apoteosis de la frivolidad política. Salinas usó siempre a Colosio por ser el más dócil de sus amigos, de convicciones maleables, el más a modo, que esas fueron sus credenciales para perfilarse como sucesor designado. Eran los tiempos, ni siquiera es crítica al difunto. Y le costó la vida: los dueños del país de ninguna manera -sin necesidad de ponerse de acuerdo-, iban a permitir que “el grupo compacto” de Salinas se apropiara de lo que era prestado con fecha de caducidad.
Y ahora, esta desempolvada veneración oportunista del héroe sin heroísmo, que sacrificio no es martirio, refleja la actual pobreza del mundo de la política-nacó mexicana, intentando hacer un candidato a la presidencia de la república, del hijo cuyo mérito único es el apellido. Ya se lanzan globos sonda para apreciar si tiene patas el proyecto, ya se cuenta con encuestas digamos, peculiares. No es por ahí, no es así.

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