Sr. López
Anda uno contando cosas de media familia y es la hora que no le ha dicho nada de la más afamada tía de la familia paterno-autleca de este menda: tía Cata. Si no puede usted pasar un día sin leer sobre política y batracios, nos vemos mañana: hoy toca Cata.
Tía Cata (no, no Catalina, Cata, que así la bautizaron), vivió 97 años, sin un achaque, lúcida y feliz hasta el último de sus muchos días. Le tocó en su vida la Revolución, la Primera Guerra Mundial, la Segunda, la de los Cristeros, Corea y Vietnam… y de ninguna se enteró.
De la Revolución no dejó que le hablara el Coronel que reventó el portón de su casona y aparte de regañarlo por patán, le dio a sus tropas todo lo que necesitaban, “que daban lástima de amolados esos muchachitos”, y lo que robaron de su casa (todo, bacinicas incluidas), decía sosiega, “igual lo repuse, niño, igual lo repuse”; y cuando en las tertulias de familia se comentaba con escándalo “la bola”, interrumpía diciendo que no entendía que les preocupara tanto lo que pasaba tan lejos y que si de veras les preocupaba tanto, que no hicieran nada (y “lejos”, para ella, era afuerita de Autlán).
Por el reparto agrario perdió sus ranchos, allá cerca de la costa sur de Jalisco y nomás se aseguró que se repartieran entre los que trabajaron por generaciones para su familia, lo que consiguió después de poner pinto al Gobernador por andar metiendo gente de fuera (Medina Ascencio, decían, si no recuerdo mal); luego la fueron a ver varios hacendados que disque iban a armarse para sacar a tiros a los agraristas y les dijo que no, que ella no discutía con el chubasco, que mejor harían en sacar los paraguas, porque además “igual los bisabuelos de todos nosotros nomás agarraron las tierras que ahora ustedes creen que son de ustedes”.
Poco antes, empezando la guerra cristera, el párroco dijo en un sermón que el Diablo estaba en Palacio de Gobierno y en el Municipal, y que tenían todos que aprestarse al martirio en defensa de la fe. Ella nomás dejó de ir a misa para siempre y cuando ya pasado el achuchón el cura la quiso regañar, le dijo que le extrañaba que el señor Obispo no fuera ya mártir, que a ella la dejara en paz y a cada quien pelear sus pleitos.
De las dos guerras mundiales, Corea y Vietnam no supo nada porque no leía periódicos, nunca tuvo televisión y en el radio oía a Lara, el Panzón Panseco, Humberto G. Tamayo, Cuca la Telefonista y sus novelas (que eran buenísimas), pero noticias, jamás: “puro asunto ajeno y qué caso tiene enterarse de tragedias de otros”.
Por cómo quedó después de la Revolución, sin un centavo, puso una “escuelita” en su casa, la primera mixta por esos lares. Tuvo muchos problemas con la Secretaría de Educación, porque ella daba todas las clases de Historia de México y en su versión los españoles llegaron por las buenas, la independencia fue un arreglo por mayoría de edad muy amistoso, los franceses vinieron de invitados y se fueron por elegantes que son, de Santa Anna y la pérdida de territorio no hablaba, y la Revolución fue un pleito de unos cuantos militares después de que don Porfirio se retiró porque estaba muy cansado; decía que la escuela no era para envenenar muchachos con salvajadas de otros que no habían conocido, ni tenían arreglo. También tuvo muchos problemas, primero con el párroco y después con el obispo, porque igual solo ella daba ella la clase de religión y en su versión, no había infierno ni purgatorio: “¿qué caso tiene asustar criaturas?, y a ni a quién le conste”, explicaba.
Nunca se casó porque decía que no le había dado tiempo, pero recogió a trece sobrinos, unos huérfanos de padre por tanto lío de por allá, otros huérfanos de madre por la medicina de la época, uno que otro de mamá discreta y papá por determinar, aparte de tres igualitos -en escalerita-, de los que no decía pero no ocultaba que eran sus hijos y nunca le dio la gana decir con quién los tuvo, que vivió y murió siendo la señorita Cata, con 16 diciéndole mamá, 52 nietos y veintitantos bisnietos.
Se contaban montones de anécdotas de ella, algunas hasta parecían inventadas, como eso de que a un alcalde que resultó muy ladrón, le mandó recado a su casa de que no le recibía la colegiatura de sus hijos, hasta que dejara el cargo y ella estuviera segura que no le pagaba con dinero mal habido; o la vez que fue un grupo de damas del pueblo a decirle que no podía tener en su escuela a los hijos de unas señoras que trabajaban en la casa de doña Toña, que era burdel, y tía Cata les contestó que con mucho gusto, que nomás le hicieran favor de ir a la hora de entrada y le fueran diciendo cuáles de las mamás eran putas, porque ella no las conocía pero por lo visto, ellas sí. O que la temían en todas las cantinas porque iba una por una, a cobrar las colegiaturas a los papás que ahí dejaban el dinero y pavor les daba el ridículo que los hacía pasar.
A los 80 años dejó de dirigir su escuela que sin darse cuenta se hizo grande y la hizo rica, sin darle importancia a eso porque decía que comía igual que siempre y lo mismo que sus sirvientas; no tuvo nunca coche y hacía todo a pie; lo más lejos que viajó fue a Veracruz y no le gustó. Sin darse cuenta, murió en su cama en la casa en que nació.No daba consejos y cuando se lo pedían, se negaba porque “todo mundo sabe bien qué hacer y nomás andan buscando quién les dice lo que les acomode”.
Lo que hacía era comentar cómo veía las cosas, por ejemplo, que era una grandísima majadería no ser feliz; que la vida no era tan difícil si se tenía salud, que ya era bastante; y que el problema de los problemas, era el disgusto que daba tener que resolverlos. Una cosa que sí decía con vehemencia era que en la vida no había que andar con malos ni con tontos, pero que puestos a escoger, “mejores son los malos”.
Ya mañana regresará este tecladista a revisar los grandes hechos, las hazañas y proezas de nuestros gobernantes en la defensa de la soberanía nacional amenazada por el T-MEC… de veras, puestos a escoger, los malos hacían menos mal.