Ley sin mañas: La Feria

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Sr. López

Intencionalmente se escribe esto el viernes, día anterior al cambio de Titular del Poder Ejecutivo:

El ceremonial es el de siempre, con las variantes de cada ocasión, que los comentaristas interpretan y les suponen algún significado, siendo  solo ocurrencias del nuevo Presidente, sin la menor trascendencia, retoques a la liturgia política cuya celebración importa solo como símbolo de “solidez institucional”. Será.

Los discursos de los que asumen la presidencia, bien o mal escritos, mejor o peor dichos, tampoco son tan importantes, si acaso, a veces, dejan ver algo de cómo piensa el nuevo Presidente, si hay discurso, porque si el pronóstico del clima en el Congreso vaticina fuertes vientos y posibilidad de lluvias y rechiflas, ni dicen nada, se van a Palacio, entre cuates y gente que se sepa comportar, para ahí soltar su rollo. Con AMLO lo seguro es que le haya plantado cara a lo que sea que se le haya presentado y que lo haya hecho bien: es bueno en aguas turbulentas… y como sí ganó, derecho, contra toda esperanza, pues, todo le viene guango.

Para el tenochca simplex que carga como Pípila modelo XXI, el recuerdo de la llegada al poder de varios presidentes -cuando menos de Echeverría para acá-, sabe que aun cuando haya sombrerazos y discursos incendiarios, protestas y gritería de opositores… no pasa nada: el nuevo Presidente se tercia la banda, jura (a eso fue), y tan fresco, se retira a seguir con los ritos que impone el pleno disfrute del primer día de su sexenio (que los demás días luego parece que duran cada vez menos y cuando apenas le están agarrando postura a La Silla: ¡el que sigue!).

Este menda tiene recuerdo claro, ya en uso de razón política, de los discursos de toma de protesta al cargo de Díaz Ordaz (verbo austero, seriedad acartonada, ortodoxia del más puro priismo de alguien sinceramente convencido de las bondades del “sistema”); Luis Echeverría (sorprendente metamorfosis del gris y silencioso funcionario, en el más firme y radical pregonero de una izquierda muy bien actuada, mezcla de cardenismo comatoso y castrismo de discursos interminables).

José López Portillo, que lo mejor de su sexenio fue su discurso de asunción, con el que tuvo al país en un puño: “(…) congruencia entre el deber y el hacer revolucionario (…) el país debe organizarse para producir, distribuir y consumir conforme a nuestro propio modelo (…) alianza popular, nacional y democrática (…) requerimos reorganizar la administración para organizar al país (…) la justificación, utilidad y honradez con que se realicen las erogaciones (…) lo útil es encontrar antes que culpables, responsables, no tanto a quién eliminar o de quién vengarnos (…) los abusos egoístas y las inmoralidades por todos propiciados, tendrán que corregirse (…) Al pueblo todo, pido fuerza, sabiduría, tenacidad y lucidez (…) A los desposeídos y marginados si algo pudiera pedirles, sería perdón por no haber acertado todavía a sacarlos de su postración (…) México ha vivido. México vive. México vivirá. ¡Viva México!”… No, pos sí… y ya ve: fue un sexenio de dispendio delirante, lujos estrambóticos, quiebra. Desprestigio a perpetuidad.

El discurso de Miguel de la Madrid… bostezos disimulados; el de Salinas de Gortari, resurrección de la esperanza (y, nomás acuérdese); Ernesto Zedillo, gente dormida con los ojos abiertos; Vicente Fox, el delirio de lo imposible (y otra vez, ya ve como se fue diluyendo hasta irse todo al caño); Calderón… la chacota y el imborrable recuerdo de su cómica entrada a hurtadillas a jurar el cargo con música de viento y coro de mentadas de madre; Peña Nieto: vuelta de la esperanza colectiva… cimentada en nada, en publicidad.

Si discurso fuera destino este país sería el Paraíso.

Nuestros gobernantes deben tener muy clara la distinción política, no semántica, entre legalidad y legitimidad. El que llega a cualquier puesto de elección, porque ganó con votos y sin trampas, asume el cargo legalmente, ya será legítimo después, cuando sus actos y resultados así lo validen.

Se recomienda a los políticos de moda se lean “Legitimidad y representación” -editorial Bruguera; colección Libro amigo, 1975-, del brillante y respetado, por decente a carta cabal, Manuel Fraga Iribarne, aunque haya sido de la derecha más impresentable; pero si son de la izquierda con triple vacuna, léanse entonces “Panfleto contra la democracia realmente existente” -editorial, La Esfera de los Libros; 2009-, de Gustavo Bueno, materialista (inteligente, no al bulto), ateo (inteligente no a lo burro), filósofo de alto calibre -tal vez de los más importantes del siglo pasado y hasta su muerte en 2016-, quien explica con desenfado y profundidad que una vez barridos los fascismos y comunismos (1945, fin de la Segunda Guerra Mundial; y 1989, la Caída del Muro de Berlín, como fechas icónicas), se canonizó a la democracia como premisa indiscutible y purificadora universal, lo que incuba diversas corrupciones que no se acaban de legitimar nunca, por la mayoría de votos ni por la decisión parlamentaria, y las perversiones que propicia aun entre aquellos ajenos a malos manejos del erario, pero que padecen “el complejo de Jesucristo” (el autor hace tiras al juez Baltasar Garzón). Quedan  advertidos que don Gustavo no es lectura fácil, pero vale la pena.

Nosotros los del peladaje de nivel banqueta, sin ponernos conceptuosos lo entendemos a golpe de vista. Por eso es tan despiadada -y a veces hasta injusta-, la crítica que reciben las personas del poder, cuando la gente percibe -quién sabe cómo-, que engañan, que roban, que abusan, que son negligentes… que no son legítimos.

Y para acabar de complicar las cosas: ser Presidente de México es ser presidente de varios países a la vez: el México de los desposeídos y los obscenamente ricos; el rural y el industrial; el de los privilegiados y el de los que viven al día o en la ley de la selva; y de remate, esos Méxicos ante el mundo y los EUA. La única receta es la ley, ley y más ley, pero ley sin mañas.

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