José Antonio Molina Farro
Imposible sustraerse a la celebración del nacimiento de una de las figuras cumbre de la historia de la música, y uno de los más influyentes compositores de la música occidental y universal. Nació el 23 de febrero de 1685.
Qué mejor homenaje que el ensayo escrito por el inmenso Stefan Zweig en Momentos Estelares de la Humanidad: “La resurrección de Händel”. El compositor había vuelto de un ensayo presa de tremenda furia, con el rostro congestionado y muy abultadas las arterias temporales junto a las sienes. El sirviente escuchó un golpe sordo. Händel yacía inmóvil en el suelo con los ojos abiertos, como muerto. El sirviente se lamentaba, “Esos malditos cantantes, esos criticastros, toda esa gentuza asquerosa le están matando a disgustos. Nadie compuso jamás obras tan sublimes, nunca hombre alguno mostró tanta abnegación… ¡Qué grande, qué genial es nuestro maestro!” Tenía 52 años.
El doctor le pinchó una vena, Händel abrió unos ojos que indicaban cansancio, extrañeza, inconsciencia, sin expresión alguna y sin brillo. “Todo… todo se acabó para mí… No tengo fuerzas… no quiero vivir sin fuerzas”. El diagnóstico médico, una apoplejía, con el lado derecho paralizado. ¿Se curará? ¿Quedará paralítico? Quizá, pero jamás podrá volver a trabajar. “Quizá podamos conservar al hombre. Al músico lo hemos perdido. El ataque ha afectado el cerebro. Sólo un milagro y yo no he visto ninguno”.
Cuatro meses sin poder caminar, escribir, hablar, su lado derecho muerto y sus sentidos adormilados. El médico aconsejó llevarlo a un balneario, por si las aguas termales podían darle alguna mejoría. Los siguientes párrafos de S. Zweig son impresionantes. “Dentro de aquél rígido cuerpo sin movimiento… latía una fuerza incomprensible: la fuerza de voluntad de Händel, la fuerza primaria de su ser no había quedado afectada por el ataque aniquilador y no estaba dispuesto a dejar que lo inmortal quedara sometido al cuerpo mortal. Aquél grande hombre no se daba por vencido, quería vivir todavía, aún quería crear, y esta voluntad indomable obró el milagro en contra de las leyes de la Naturaleza.
En el balneario los médicos le advirtieron que si permanecía más de tres horas en el agua caliente, su corazón no lo resistiría e incluso podía acarrearle la muerte. Pero su voluntad lanzó un reto a la muerte por causa de la vida… Con gran terror de los médicos, Händel permanecía nueve horas diarias en el baño y con la voluntad fue recuperando las demás fuerzas. Al cabo de poco tiempo más… se desprendía de la paralizante garra de la muerte y abrazaba otra vez la vida con más ardor que nunca.
Ya completamente dueño de su cuerpo Händel se detuvo ante una iglesia. Nunca había sido muy religioso. Se sintió impulsado por el órgano, con fuerza irresistible. Con timidez ensayó con la mano derecha, que tanto tiempo había permanecido inmóvil. Empezó a tocar, improvisar, el fuego de la inspiración invadiendo gradualmente su ser… Los monjes y fieles escuchaban con fervor. Jamás habían oído tocar de aquel modo. Händel, con la frente humildemente inclinada seguía tocando, había hallado de nuevo su propio lenguaje, con el que se dirigía a Dios, a la Eternidad y a los hombres.
De nuevo podía componer música, crear. Por fin se sentía verdaderamente curado… “He vuelto del infierno”, decía con orgullo…Del manantial de su inspiración vuelve a brotar agua abundante. Los grandes oratorios ‘Saúl’, ‘Israel en Egipto’, y el ‘Allegro e Pensieroso’.” Pero las circunstancias le son adversas. “La muerte de la reina interrumpe las representaciones; empieza luego la guerra contra España. Los teatros están vacíos y las deudas de Händel crecen. Viene después el invierno, se suspenden las funciones, le acosan los acreedores, se burlan de él los críticos. El público calla con indiferencia. Händel se siente de nuevo derrotado, hundido, polvo y ceniza de su antigua gloria…el ímpetu está vencido. Una vez más ha terminado todo.” “¿Para qué Dios le permitió resucitar, si los hombres volvían a enterrarle?”
Vaga por calles de Londres hasta bien entrada la noche, pues de día lo esperan en su casa los acreedores. Fatigado, no tenía ánimo ni siquiera para pensar, para sentir, para vivir. Una vez en su casa encontró una carta del poeta que había escrito el libreto de su ‘Saúl’ y de su ‘Israel en Egipto’, encomendándole una obra. Llorando pensó que era una burla, tiró la carta y la pisoteó. Reflexionó. Si ya una vez hubo un milagro “Acaso la Providencia le depararía ahora salud y consuelo para su alma”. Colocó el quinqué cerca de las hojas que venían en la carta. En una de ellas desde la primera palabra se conmovió “¡Consolaos!”, para él fue como una respuesta divina a su corazón desfallecido.
Se sentía subyugado, inspirado. Quería agradecer al Dios admirable que le animaba a obrar, que devolvía la paz a su desgarrado corazón. ¿Cómo no cantar en público, con mil voces unidas a la propia, el ‘Gloria a Dios’? Entendió que sólo el que ha sufrido mucho conoce lo que es la alegría; sólo el que ha sido probado intuye el bien supremo de la Gracia. A él le incumbe ahora dar fe de su resurrección ante los hombres como consecuencia de haber sufrido el dolor de la muerte moral. Se burlaron, lo despreciaron, lo enterraron en vida, pero él había confiado en Dios, “y he aquí que el Señor no permitía que yaciera en la tumba”. Dios le había llamado una vez más para transmitir a los hombres aquel mensaje de júbilo. De Él venía la palabra, de Él el sonido, de Él la gracia. A Él tenía que volver el músico con un cántico de alabanza. Transformar en eternidad lo que de transitorio había en la palabra valiéndose de la belleza y la exaltación. ‘¡Aleluya, aleluya, aleluya!’, una obra que pertenece a su oratorio ‘El Mesías’, una de las obras musicales más interpretadas de la historia, como expresión de agradecimiento al Creador del universo.