Sr. López
Tía Nachas (no se burle… y no le decían así por llamarse Ignacia, sino por… usted entiende), era muy bragada, de pistola al cinto y no de adorno: se contaban cosas que ella no negaba. En el Autlán de aquellos tiempos, tenía más tierras que nadie y nunca supo cuántas cabezas de ganado, pero eran muchas. No tuvo marido pero sí 14 hijos (nueve varones), y ya estando todos casados, la fueron a ver para pedirle que les repartiera las tierras y los dejara trabajar a cada uno para cada uno. Tía Nachas pidió pensarlo unos días y para sorpresa de todos y de Autlán entero, dijo que sí y que se iba a vivir a Guadalajara. Cumplió. Sus hijos fueron quebrando, ella fue recuperando todo. Y ya.
Por economía de palabras, aceptemos que los seres humanos necesitamos ser gobernados, ya luego, en unos cuantos milenios podremos convivir sin necesidad de autoridades (anarco-libertarios, paciencia). Mientras, sin gobierno no se puede. Otro tema es el tamaño del gobierno y sus facultades.
Ya hemos comentado que en la noche de los tiempos se hacía con el mando sobre sus compañeros de caverna, el más bestia. Así siguió la cosa largo tiempo hasta que los de las macanas más grandes, con sobresalto, se dieron cuenta que la gente ya era mucha y ellos, pocos. Empezaron los cuentos.
Primero, los que mandaban dijeron que su poder venía de Dios. Funcionó (así de vivos somos). Después, salieron con un cuentazo aún más fantasioso: el poder residía en el pueblo y el pueblo delegaba su poder en el que elegía. Y como siempre, unos pocos mandando a la mayoría. Funcionó y funciona. Lo llamamos democracia.
Democracia como la entendemos… ¿cómo la entendemos?… o sea: la entendemos… bueno, la verdad, no mucho, pero mientras se nos ocurre algo distinto y mejor -de ser posible-, hay que seguirle.
Por cierto, democracia no es lo que dijo Abraham Lincoln, “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, frase feliz de su discurso de Gettysburg (19 de noviembre de 1863), porque Lincoln entre otras lindezas, no incluía en “pueblo” a los negros; en su discurso del 18 de septiembre de 1858, en Charleston, Illinois, dijo:
“(…) no estoy ni he estado nunca a favor de lograr de ninguna manera la igualdad social y política de las razas blanca y negra, que no estoy ni he estado nunca a favor de hacer votantes o jurados de negros, ni de calificarlos para ocupar un cargo, ni para casarse con personas blancas (…) debe haber la posición de superior e inferior, y yo tanto como cualquier otro hombre estoy a favor de que se asigne la posición superior a la raza blanca”.
No fue un desliz ni fue un canalla, así pensaba, eran los tiempos, así emancipó a los negros pero su deseo (no secreto, público), era que se fueran de los EUA a Liberia o Centroamérica. A ver si nos vamos entendiendo.
En el nivel básico, por lo menos, democracia significa que la mayoría decide (no suena mal); que esa mayoría se verifica de tanto en tanto (elecciones libres y periódicas); y que mande quien mande, a toda la gente se le considera igual y se le aplican igual las leyes.
Empecemos con eso de que la mayoría manda. Cosa más rara. Mire usted el ejemplo más a la mano, el del actual Presidente de México. Ganó las elecciones del 1 de julio de 2018, legalito y sin duda. Además, ganó por 30 millones 113 mil votos, con el segundo lugar muy lejos, con apenas 12 millones 610 mil, menos de la mitad.
Entonces cualquiera con la cabeza en su sitio, entiende que él manda porque él fue elegido por la mayoría. ¿De veras? Pues no. El total de electores inscritos en el padrón en esa fecha eran 89 millones 332 mil. Andrés Manuel López Obrador no fue elegido por 59 millones 219 mil tenochcas simplex. De los que votaron por él, casi el doble NO votó por él.
Pero él manda, legalito también, porque la regla es que solo se toma en cuenta a los que votan. ¡Ah, bueno!, pero no está en La Silla por voluntad de la mayoría de los mexicanos, eso no.
Hay otras maneras de elegir al Jefe de Estado y de Gobierno y tal vez convenga ir pensando en otro sistema, digo, ahora que está de moda meterle mano (más), a la Constitución.
Por ejemplo, en España el que gana más votos no se trepa si no consigue el apoyo de la mayoría en el Parlamento; y en la Gran Bretaña, nadie compite (legalmente), para Primer Ministro, que el cargo lo confiere a un parlamentario el partido que gana mayoría en el Parlamento, y pueden cambiarlo y los cambian, cada que les da la gana sin que se altere el pulso de su nación: salió baboso, pusimos otro, fin del asunto (sin repetir elecciones).
Luego, de eso de que todos somos iguales hay mucho que decir pero falta espacio. Por lo pronto, este menda se resiste a creer que es igual el hijo de un indio de la sierra de Guerrero (‘indio’, sí, no es grosería), que un nietecito de Carlos Slim. De inmediato salta un exaltado: iguales en derechos y ante la ley. ¡Ah, qué caray!, eso puede ser cierto en Fantasilandia, no en este mundo, no en este tiempo. Así debería ser, claro, pero la realidad es otra, nos guste o no… o usted mismo escoja de quién prefiere ser nieto.
¿Y qué hacemos?… pues por lo pronto seguir con lo que tenemos, pero por lo menos, bien. No como estamos. En lo que se hace otra Constitución (ya será no coma ansias), hay que acotar la facultad de mangonearla al gusto de los legisladores y presidentes; por ejemplo, haciendo que toda reforma a la Constitución no valga si no se aprueba en consulta popular, por todos nosotros los del peladaje. No es magia ni sirve de gran cosa pero estorba el manoseo obsceno de nuestra ley superior. Ya es algo.
Junto con eso, conservar en lugar de debilitar los órganos autónomos y la separación de poderes; reforzar a la Auditoría Superior de la Federación de la Cámara de Diputados y crear un órgano autónomo que revise su actuación (viera usted que ahí a veces, pasan cosas… raras).
¡Ah!, y que el funcionario que viole la Constitución, pierda el cargo, así sea el Presidente. Sí, es un sueño pero mejor soñar que aceptar esto, la pesadilla.