LA FERIA/ Sr. López
Los políticos suelen hablar de democracia, imperio de la ley… y pueblo, claro. Es apuesta ganadora. Nadie en sus cabales se opone a eso.
Pero, usted, póngase en guardia al oírlos discursear tan miríficamente. No son ningunos angelitos (salvo las excepciones que en todo hay, que allá en Autlán, una guapísima de las Michel, hija, nieta, sobrina, hermana y prima de güilas, fue señorita casta; por eso al hablar de ella en el pueblo decían: -La Michel decente –dejando clara la índole de las demás de esa familia).
Esos políticos fulleros y astutos, hablan de la democracia como si fuera un seguro de daños contra terceros, una vacuna que preserva la salud de la nación y el bien común. De la ley como si del himen patrio se tratara, es intocable (¡el imperio de la ley!). Y del pueblo como autoridad máxima, por lo cual todos sus actos son siempre en su nombre y por su bien. Cuento, mucho cuento.
Cada vez en más países se empieza a notar un cierto descanto por esas homilías cívicas, disfraz de intereses que se intuyen, siempre embozados, siempre al servicio de unos cuantos en el mejor caso, o de uno solo, en el peor. Ante los altares de la democracia y el imperio de la ley, cada vez menos se hincan, chasqueados, desilusionados, tantas veces burlados. Ya se habla de la quiebra de las democracias.
México no es la excepción y el tenochca simplex no se mete en florituras: la política completa es una basura y los partidos, también. No en balde, democracia, esa de hoy en nuestro país, mangoneada por bribones de la política, rima con contumacia (la perseverancia tenaz en el error y el disparate), y naufraga en la hoy resucitada práctica de la mexicanísima dedocracia (la automática aprobación legislativa de las decisiones -por arbitrarias que sean-, de quien sea que esté en La Silla presidencial… o estuvo).
Un indicador de que un régimen lleva malas andaduras, es cuando usa su mayoría aritmética obtenida en comicios -por legítimos que sean-, para justificar sus decisiones y actos, en vez del razonamiento, la reflexión y los argumentos que acreditan la validez de lo propuesto, de lo ejecutado. No, se pervierte el principio real de que en democracia la mayoría manda y se troca por el avasallamiento de la minoría que se debe tiranizar aunque tenga razón, porque ¡el pueblo manda!; así, dos y dos, son 22, porque la mayoría así lo votó; y la vaca es tora, porque la gramática está en manos de una minoría de lingüistas que no están encima del mandato popular.
En su voracidad de poder, ebrios de triunfo, son incapaces de recapacitar en el espejismo de su mayoría, esa por la que se permiten hablar en nombre del “pueblo”. Los votaron 36 millones de un listado de electores de 98.5 millones. Triunfaron en la cuenta de votos emitidos, sí, no hay duda, pero no los votaron 62.5 millones. Su voz no es la del pueblo.
Esta minoría mayoritaria ahora ya sabemos que es tiranía, mientras tiranía sea el abuso de poder, y sabiéndolo, queriéndolo o no, se dirigen al totalitarismo, al régimen en que el Estado, el gobierno, concentra todo el poder, mediante un partido único o hegemónico que mediante la coacción controla desde el Ejecutivo a los otros poderes y gobiernos locales, reclamando para sí, la validez exclusiva, única, de su ideología. Son traidores a la patria los que no piensan como ellos. Son enemigos del pueblo los opositores. A buen puerto, no van.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, reputados politólogos y profesores de Ciencias de Gobierno en la Universidad de Harvard, escribieron en 2018 un libro que se vendió como pan caliente, ‘Cómo mueren las democracias’ (búsquelo en editorial Planeta), en el que dicen que desde el gobierno se puede socavar del todo a los poderes que hacen contrapeso, imponiendo la agenda política, acumulando poder “jugando duro” en asuntos constitucionales y obstaculizando nombramientos. Por si le suena familiar.
También señalan como síntomas de que una democracia peligra cuando desde el gobierno (no es cita), hay rechazo, débil aceptación o manipulación de las reglas democráticas; cuando se niega la legitimidad a los adversarios políticos y se les tacha como enemigos del país, del pueblo, y se neutraliza su representación legislativa; cuando se normaliza la violencia y se adopta una actitud neutra ante grupos y organizaciones ilegales; cuando se limita o se inhibe la libertad de prensa mediante sobornos o la coerción a los propietarios de los medios de comunicación; cuando se muestran tolerantes a gobiernos antidemocráticos de otros países.
Sin cargar las tintas ni dramatizar, revise usted. Verá que en esa vereda está el actual gobierno como continuación del anterior. Y para mayor INRI, los partidos de oposición parecen estar cómodos con la situación que los regresa a los tiempos del PRI imperial del siglo pasado, en los que era un muy buen negocio ser opositor dócil. Sigue siendo.
Benjamin Constant (1767-1830), suizo-francés, del que pocos se acuerdan, pensador político, fundador del liberalismo en Francia, en su principal obra, ‘Principios de política’, de 1815, afirma (tampoco es cita) que si el gobierno es de uno o de varios, no importa, sino el grado de poder que nunca debe ser absoluto.
Así las cosas, viene a resultar que tan importante como la división del poder en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, es la limitación de esos poderes. El Legislativo no puede hacer lo que quiera en nombre de mayorías parlamentarias (reinstaurar la esclavitud, ¿no verdad?); el Judicial tampoco, interpretando leyes a conveniencia; pero especialmente, el Ejecutivo que suele ser el que mayor fuerza tiene, debe ser más vigilado y acotado.
Si alguien piensa que el febril activismo reformista del partido en el poder, se habrá de moderar, se equivoca: es un proyecto de hegemonía.
Fracasarán porque es fatal nuestra vecindad con los EEUU (y Trump), y porque revivir el régimen del priismo triunfante del siglo pasado, es un afán inútil, los muertos no resucitan.
Ya se enterarán que Frankenstein, es novela.