José Antonio Molina Farro
Sería absurdo negarlo. Son execrables algunos usos y costumbres de comunidades de indígenas de México y América Latina, como la violencia y el castigo corporal a las mujeres como forma de castigo y control; la exclusión hacia personas con discapacidad, enfermedades o condiciones sociales consideradas “anormales”, y la brutal práctica de vender o casar a una mujer a edad temprana y sin su consentimiento, sin embargo, de ello, es importante matizar y no dogmatizar. Ni victimizar ni estigmatizar. Equidistancia de los extremos.
No es exacto que el indígena sea refractario al progreso, si a veces oculta como una esfinge el secreto de sus emociones, es que está acostumbrado al olvido en que se le ha tenido.
Eduardo Ramírez Aguilar tiene, en sus propias exigencias la atención del problema indígena, luchar contra las enfermedades endémicas y las condiciones de insalubridad, combatir los vicios, principalmente el de la embriaguez, dando impulso a los deportes; fomento de las industrias nativas; acción educativa extendida a los adultos en una cruzada de alfabetización y de conocimientos básicos para mejorar sus rudimentarios sistemas de producción, misiones culturales y estímulos al magisterio para enseñar al indígena sus derechos y obligaciones, que contribuyan a su progreso económico y a su composición democrática.
Cierto es que hay espléndidos tesoros de civilización que los españoles nos trajeron, envueltos en el idioma de la modernidad, pero también mucho de lo que nos enorgullece es obra de los indígenas.
Silenciosa y paciente, ha sido artífice de adelanto que en sus manos morenas ilumina muchas veces las mansiones del egoísmo y la codicia. Ciudades, caminos, vergeles, riquezas, han surgido casi al conjuro de su esfuerzo. A su generosidad debemos también, la fruta, el pan, las flores. En el taller y en el campo se levanta el trabajo casi sin pedir recompensa. Su contribución a la prosperidad del país, en la ciencia, en el comercio en la política, en los negocios es incalculable. Allí están su fidelidad, su bravura, su hidalguía y solidaridad con los suyos.
Muchos hemos sido testigos de su carácter hospitalario y afable. A veces es dócil y apacible, que hombres sin escrúpulos intentan consolidar una autocracia a la que sirva de pedestal la actitud resignada de estos hombres y mujeres.
Y qué decir de sus creaciones artísticas, edredones, cerámica, artesanías, objetos teñidos con palma, etc. También ostenta en grado máximo la virtud redentora del valor y en las luchas contra legiones extranjeras ha sabido demostrar desprecio a los peligros y a la muerte, soportando sed y fatigas y aún de jefes en defensa de un ideal o principios.
La historia del país es pródiga en ejemplos, personalidades que dejaron un surco luminoso y perdurable en contradicción con quienes hablan de supuestas inferioridades raciales. Tenemos un ejemplo en Rigoberta Menchú, defensora del grupo maya quiché, de los derechos humanos, embajadora de los pueblos indígenas del mundo, de la UNESCO y ganadora del Premio Nobel de la Paz (la más joven y la primera indígena en ganarlo) y el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional. Una de sus frases célebres, “La paz no solo es ausencia de la guerra; mientras haya pobreza, racismo, exclusión y discriminación difícilmente podremos alcanzar un mundo de paz”.
Me detengo en este punto, pues no me cabe duda, no conocer la historia es amnesia y la mala historia es neurosis. El patriotismo criollo que en el discurso se enorgullecía del pasado indígena no veía por igual al indio. El liberalismo mismo despreciaba al indio y lo miraba como “un lastre en el camino a la civilización”.
Abundaban los adjetivos calificativos, “plantas parásitas”, “envilecidos restos de la antigua sociedad mexicana”, etc. Y veamos la estatura de cómo y quienes los definían: Lorenzo de Zavala (1788-1836), José María Luis Mora (1794-1850), Guillermo Prieto (1818-1897), Mariano Otero (1817-1850), Querido Moheno (1873-1933).
Por su parte, el Constituyente de 1822 pide que no se mencione más a la raza indígena en los eventos públicos. Es el positivismo, una ideología conservadora que tiene como fin el establecimiento de un “orden” en la sociedad, de una libertad ordenada. A la idea de igualdad opuso la idea de jerarquía social.
Comte consideraba que en la sociedad haya hombres que dirijan y trabajadores que obedezcan. La idea de libertad que sirviera al orden surge en Francia con Auguste Comte y el británico John Stuart Mills, el que consideraba el método científico como único y el mismo en todos los campos del saber, como el corazón del nacionalismo mexicano. Solo los filósofos y los sabios bien preparados deben dirigir a la sociedad dentro del orden más estricto.
Este ideal de orden fue traído a México como una política nacional. Una cultura elitista, afrancesada y profundamente avergonzada de nuestro pasado indígena, una cultura que se recreaba en una pretendida modernidad que había excluido a la mayoría de los mexicanos.
Fue introducido en México por Gabino Barreda, Justo Sierra, Limantour, Emilio Rabasa, entre otros. Todos ellos tendían a justificar la necesidad histórica de una dictadura ilustrada en un país de analfabetos, y los únicos autorizados para hacerlo: los científicos y un gobierno fuerte y autoritario y no con un gobierno democrático. El desarrollo económico no era posible sin imponer la paz y ahí sí, es premisa vigente hoy día, de ahí el empeño incansable, tenaz, perseverante y valiente del actual gobierno por pacificar al estado, como condición sine qua non del desarrollo.