Sr. López
Nada particular pasó en la boda de la prima Silvia, de las de Toluca. Se cumplió todo el ceremonial civil, religioso y social. Lo que sí llamó un poco la atención fue que Silvia se regresó de su Luna de Miel, el mismo día que salió. Duró casada menos de 24 horas. Un récord. Luego se supo que el flamante esposo, llegando a Acapulco (eran los tiempos), le informó que tenía hijos con otra señora a la que seguiría manteniendo y visitando para ver a sus niños: –Ni desempaqué –decía Silvia casi echando espuma por la boca.
Tal vez se le haya ocurrido a usted pensar que hay algo que no es correcto con las reformas a la Constitución que proponen los presidentes de la república. Todos los presidentes juran al momento de asumir el cargo ante el Congreso de la Unión, cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen. Esto es: la Constitución es su contrato de trabajo y juran solemnemente cumplir ese contrato… pero luego lo cambian como les da la gana.
No se tiene noticia de ningún trabajo en el que el jefe acepte que su empleado cambie a su gusto las condiciones y términos de su contrato. El Presidente es nuestro empleado, nuestro mandatario, que mandatario es la persona que acepta del mandante (nosotros), su representación personal para la gestión de algún negocio.
No son bromas, nuestra Constitución (la federal), es casi seguro la que más reformas ha tenido en el mundo: en 107 años, desde su promulgación en 1917, acumula más de 760 cambios (la de los EUA es de 1787 y en 237 años, le han hecho 27 enmiendas). Para que le calcule qué tanto se ha reformado-deformado nuestra Constitución, la original tenía 21,382 palabras y ya va en 111,783; o sea, cinco veces más gorda que la original. Algo anda mal: o nuestros legisladores de plano babean la curul o están sometidos a los caprichos presidenciales… mmm…
Tal vez dentro de algunos siglos (anda optimista este menda), se legisle que los presidentes de la república, los gobernadores de los estados y jefes de gobierno de la capital nacional, estén obligados a cumplir la Constitución y las leyes que juraron cumplir; y que las reformas que durante su mandato apruebe el Legislativo, sean para que las cumpla el siguiente gobierno.
Claro que siendo tan complejo eso de gobernar y las cambiantes circunstancias que la realidad impone, es casi imposible algo así por lo que tal vez sea más fácil cambiar las reglas: que las reformas a la Constitución, se aprobaran por al menos el 66% de los legisladores de cada partido, para que la aprobación calificada sea de todos los partidos, no solo del que tenga mayoría… ¡ah! y por todos los congresos de los estados y la CdMx, todos, de la misma manera. Y luego, ya así aprobadas las reformas, que fueran a referéndum, esas sí, que las apruebe la ciudadanía. Quiero ver.
No se necesita ser sabio para saber que jamás hará algo así nuestra clase política. El manoseo de la Constitución y las leyes es el mero mole de nuestros gobernantes que no asumen de mandatarios sino de jefes máximos. Qué lástima.
Usando la metáfora del afamado Doctor en Filosofía del Derecho, Mauricio Maldonado Muñoz, “el ejercicio político en el Estado democrático es similar al que debe afrontar un ajedrecista: el jugador, desde que participa en el juego del ajedrez, sabe de antemano que puede usar muchas estrategias, que puede utilizar las mismas para obtener ciertos resultados (…) pero no puede -mejor, no debe- salirse de unas reglas mínimas establecidas previamente (…) las reglas nos permiten al menos, saber quién está jugando y quién está, en cambio, haciendo trampa”. Pues claro.
La coartada de los cambios no pocas veces arbitrarios a la Constitución, es que en democracia la mayoría manda y sí, suena lógico, pero enseñaba don Norberto Bobbio que la regla de mayoría en democracia, tiene límites. Los tiene.
Si el mando de la mayoría se erige como dogma de la democracia, entonces imagine usted que un partido que tenga por sí la mayoría calificada en el Congreso de la Unión, decretara la desaparición de los partidos políticos opositores; que estableciera la censura a los medios de comunicación; que limitara el respeto a los derechos humanos solo a los nacionales mexicanos; que eliminara los tratados internacionales como parte de la Ley Suprema del país (artículo 133); que prohibiera las ceremonias religiosas (en el siglo XIX se intentó y también los revolucionarios, no se le olvide); que extendiera a doce años el mandato presidencial aplicable al Presidente en funciones; o que anulara la propiedad privada (como está en un proyecto elaborado por una facción dura de gentes de Morena, a los que nadie hizo caso, pero hay entre ellos quienes piensan así… ¿qué hacemos si ganan la mayoría?… ¿apechugamos?).
Usan otro ardid los defensores a ultranza del derecho de la mayoría a hacer lo que quieran en nombre de su mayoría: la consulta popular, la democracia plebiscitaria, que don Mauricio describe como un mecanismo simulado de democracia (tampoco es cita).
Es un pésimo síntoma la consulta popular sobre el Poder Judicial que impulsó doña Sheinbaum para este fin de semana pasado. Eso no es democracia, es una primera señal de una autocracia travestida, como lo fue la fingida consulta para cancelar el aeropuerto de Texcoco. Si para allá vamos, vamos mal.
Esa arbitraria iniciativa es una arremetida contra la división de poderes en general y una venganza contra la Suprema Corte en particular; esconde en su texto esa iniciativa en el apartado “4. Nuevas reglas procesales (segundo párrafo): Suspensiones. Se prohíbe otorgar suspensiones contra leyes con efectos generales en amparos, controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad”.
Eso quiere el Presidente y por lo visto, su sucesora también: hacer con su mayoría, leyes que aún siendo inconstitucionales, no pueda anular la Suprema Corte. Si lo consiguieran con un Congreso sumiso, está por verse la reacción de más de 50 países con los que México tiene tratados. No son enchiladas.