Droga azul

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Galimatías/ Ernesto Gómez Pananá

En la década de los sesentas se registran los primeros indicios. Versiones prototípicas o rústicas cuyo nivel de adicción hoy parece inofensivo.

Los niveles de dependencia en aquel tiempo parecían “controlables”.

Quienes accedían a su dosis, solían hacerlo en privado, generalmente en su domicilio, en muchas ocasiones en la recámara. Pocas personas lo catalogaban como una enfermedad. El consumo era pasivo.

Incluso en algunos momentos, hubo quienes afirmaron que más que veneno y adicción, la humanidad estaba acercándose a una vía para abrir ventanas de libertad. Todo era positivo con ellas. Así se presentan todas las drogas.

Los niveles de adicción que hoy se observan son exponencialmente superiores. El consumo ya no solamente se da en la intimidad de las casas. Hoy está en todos lados, y millones la consumen a todas horas, felices, nos hacen creer que es gratis y que no trae consecuencias.

En la calle, uno los mira caminando, con la mirada absorta, concentrada, pero a la vez vacía, ausente. Así deambulan. En ocasiones chocan con alguien más, suben, bajan, se sientan en el metro o en el autobús, pero siguen absortos consumiendo.

Se reportan con regularidad accidentes porque la necesidad de dosis prolongadas es tal que automovilistas la consumen en los altos del semáforo, pero también mientras avanzan.

Parece que fuera imposible detenerse. Igual pasa en las oficinas y los hospitales, es como una epidemia en la que el consumo se vuelve irrefrenable: igual se ve a médicos, a enfermeras, a abogados, a maestros, a burócratas. Todos incapaces de detenerse.

Consumen en el trabajo, en la casa, hasta en el baño. No lo pueden dejar, no pueden detenerse. Cuando no lo hacen entran en desesperación, en angustia, el síndrome de abstinencia es brutal. Es como una película de terror.

Es una droga fina, sutil, elegante. Sus distribuidores nos la ofrecen “como si fuera gratis”, nos hacen creer que no tiene precio alguno.

La ofrecen en todo lugar, a todo el mundo. No solo en calles o en oficinas, también se consigue en el cine, estando a bordo de un avión, en las vacaciones. En fiestas, en bautizos, en graduaciones.

La mercadotecnia es aguda y nos ha hecho incorporarla y aceptarla como algo inofensivo. Quien se abstiene o peor aún, quien la denuncia como peligrosa suele ser etiquetado como antisocial o anticuado. Lo de hoy es ser adicto. Es lo cool. Incluso se presume la adicción.

La peor parte la llevan las y los niños. Los adolescentes. Las generaciones recientes nacieron en medio de este infierno adictivo. En ocasiones no sabían ni caminar ni hablar pero ya eran consumidores y sus propios padres y madres son quienes les dieron la droga, muchas veces incluso para que sus hijos no les interrumpan a ellos sus propias sesiones de consumo. Ya no corren, ya no juegan en sus patios o en los parques.

Se encierran en sus recámaras y en sí mismos. Presas -y presos-del consumo. Víctimas inocentes.

La adicción está tan socializada que pueden verse masivas escenas de consumo en familia, adultos y menores, padres e hijos, alrededor de la mesa, abstraídos, como estando sin estar, callados, sin mirarse, ausentes, sin cruzar palabra, conectados, ensimismados y atentos a la dosis de ese instante, sin poder detenerse.

Familias que dejan de ser familias. Parejas que dejan de ser parejas. Como si el aquí y el ahora estuvieran en otra dimensión.

No hay freno. Es un abismo y nos aventamos gustosos, como zombies. Nos hemos comprado eso de que es una “herramienta para mirar mejor el mundo”, que es una “adicción recreativa”, un divertimento inofensivo y peor aún, nos hemos comprado la idea de que nosotros tenemos el control, que podemos dejarla cuando lo deseemos, que no nos domina ni mucho menos nos manipula. Que no somos adictos y que no hay tal adicción.

Al igual que todas las drogas, esta representa un mercado multimillonario: grandes corporaciones dominan el mercado y sus propietarios son algunos de los hombres más ricos del planeta. Su emporio no conoce fronteras. Y al igual que con las otras drogas, en esta también miles de micro distribuidores se hacen pedazos por monetizar unas migajas del gran mercado.

Todo indica que esta epidemia seguirá para peor en los tiempos por venir: nos compramos la idea de que no hace daño y hoy nos roba la atención, el tiempo, la libertad.

Bien valdría apagar la pantalla azul brillante de muestro dosificador y desintoxicarnos por un rato. Hay un mundo afuera.


Oximoronas única

Luis Miguel y Maná dan concierto en Tuxtla en la misma semana. Paraíso popero para nosotres les chaverruques ochenteros. A vivir.

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