Derecho de pataleta: La Feria

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SR. LÓPEZ

A tía Hera le decíamos tía Hera y sus hijos, mamá, derrotada la mexicana habilidad para encontrar sustituto cariñoso del nombre. Era tía Hera de Toluca y allá por los años 30 del siglo pasado se casó con uno de Hidalgo, tío Rito (Margarito), tipo raro, pulquero pasado de rico, fuerte como mula de Kentucky, que pregonaba ser masón pero iba a misa; se ufanaba de ser comunista pero le sacaba el tuétano a sus empleados; según él había sido revolucionario pero alababa sin rubor a Porfirio Díaz; enemigo del gobierno pero compadre de varios gobernadores de su estado; elocuente defensor de la importancia del matrimonio, con casa chica y cliente frecuente de centros de recreo atendidos por señoritas ataviadas solo con zapatillas, aretes y perfume. Tío Rito le hizo la vida de nudillos a tía Hera que no lo dejó porque no se acostumbraba entonces y en Toluca era impensable. Muy viejita y felizmente viuda, alguien le preguntó cómo había sido realmente el tío: -Pues nuca supe pero, bueno no era –ni el dineral que dejó le valió de nada, ni modo.

De un tiempo acá, se usan los términos ‘populista’ o ‘populismo’, de manera despectivas siendo que originalmente, era nada más la política dirigida al pueblo. El populismo inició en la Rusia zarista, como movimiento estudiantil que proponía la democracia fundada en la soberanía del pueblo contra la desigualdad inherente a la élite.

Visto así el asunto es que se llama populista sin ánimo ofensivo, al que tal vez sea el presidente de los EUA más respetado, Franklin D. Roosevelt, reelecto tres veces al cargo (por él es que se limitó a una sola reelección esa chamba); también hace poco, el papa Francisco se llamó a sí mismo, populista.

Sin embargo, se ha impuesto usar esos términos de manera crítica, peyorativa, haciéndolos equivalentes a demagogia, de la que Aristóteles decía era la corrupción de la democracia, aunque también dijo que la democracia era la corrupción de la república, ahí usted tome lo que le guste más.

Serían estas consideraciones un asunto menor si no estuviéramos como estamos. Los que tachan al Presidente de populista, tal vez deban reflexionar en que no es eso precisamente, pues su caso es claramente el de un ególatra, que se venera a sí mismo y por ello consideró que solo Palacio Nacional era digno alojamiento de su persona, junto con su insistente comparación con próceres y héroes, su inagotable discurso de que él nos va a remodelar la patria, rehacerla de arriba abajo, sin que sea eso para lo que lo eligieron los 30 millones que lo eligieron; aparte de que como buen ególatra, ‘el pueblo’, esa abstracción por definir, le importa poco, como prueba su austeridad suicida del gasto público destinado al campo, la salud, la cultura, la ciencia y tecnología, acompañada de un irrefrenable gasto perdido en sus programas asistencialistas, garantes del agradecimiento de la gente más necesitada, y sus caprichosos proyectos faraónicos que aseguran un serio descalabro a las finanzas públicas; y todo esto para ni mencionar su abierta intención de debilitar y si se puede eliminar, a los órganos autónomos, esos contrapesos del poder que tanto lo irritan, junto con la prensa crítica y una mayoritaria parte de la intelectualidad, sus adversarios designados a los que tanto disfruta denostar, sin siquiera pensar en responder a sus señalamientos  civilizadamente. Muy en su papel de Zeus del Olimpo Moreno, no da explicaciones, echa rayos, nada más.

Un ególatra doméstico o un egoísta estándar, es problema para él mismo y sus cercanos. No es lo mismo un ególatra con poder público, pues antepone a los intereses de la sociedad, sus proyectos. Tratándose de un Presidente de la república la cosa es de pronóstico reservado, créame: el poder del titular del Poder Ejecutivo en México, por más acotado que en la ley esté, sigue siendo inmenso, el político más maduro, el más equilibrado emocionalmente, sufre aunque sea tantito el mareo de La Silla. Imagine ahora ese poder en manos de alguien que padece esa anomalía de la conducta, esa exacerbación del ego que lo hace creerse el centro de todo… y son cada vez más sospechosos y sin atenuantes los dichos y hechos de Andrés Manuel López Obrador.

Por supuesto entre los de nuestra especie, es universal el deseo de gozar de buena fama; el sentimiento de amor propio es necesario y una dosis adecuada de orgullo rinde buenos frutos en la vida común (por ejemplo: se miente lo menos posible y muy bien pensada la mentira, para no hacer el ridículo). Y por ahí es que se puede, sin ser psiquiatra, alzar una ceja viendo a nuestro Presidente: cuando alguien miente con descaro, niega lo que está filmado, no respeta sus compromisos y al hablar usa más adjetivos y adverbios que sustantivos y verbos, la cosa es de preocuparse. Y no se ponga pesimista, hay peor: cuando sinceramente se creen lo que dicen (no es el caso de nuestro Presidente, su sonrisa sardónica que no puede contener, lo delata: sabe muy bien qué está haciendo).

Nada de esto invalida su elección, legalita, y si nos ponemos serios, tampoco vale para exigir su anticipada renuncia ni siquiera mediante la Consulta de Revocación de Mandato: no conviene entrar en la dinámica Latinoamericana de tener presidentes de quita-pon. Es el caldo de cultivo de cosas mucho peores. 

El diagnóstico certero del mal que nos aqueja, no sirve para nada, ni para buscar remedio que ese es muy conocido: votar, votar responsablemente el próximo año.

Si se integra una Cámara de Diputados que represente a los 70 millones que no lo eligieron Presidente, quedará atado pues se nos olvida que la Cámara de Diputados es la que puede fiscalizar al Ejecutivo a través de la Auditoría Superior de la Federación, en donde mandan ellos los diputados; aparte de que es facultad exclusiva de esa Cámara aprobar el presupuesto nacional, para que haga lo que se le ordene y no lo que salga de sus sacros calzones… y todo depende de que la gente vote.

Votar, votar, y olvidarse del vano derecho de pataleta.

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