Sr. López
Que conste que el viernes pasado este menda texto servidor de usted, resistió la tentación de bordar sobre el tema del momento: la detención del Chapito, al que por cierto, hay que probarle que es un criminal dado que no existe el delito de portación ilegal de papá.
Lo que el viernes sí afirmó el del teclado, fue que no significa nada esa detención, respecto de nuestra situación nacional de inseguridad.
Las primeras planas de toda la prensa nacional destacaron la aprehensión y hasta sospecharon que tuvo relación con la inminente llegada del presidente Biden a México. Sí, seguro sí… ¿y?
Pareciera que no estamos conscientes de que desde hace más de 16 años, estamos en medio de una guerra entre grandes bandas de delincuentes y en contra de ellas. Lo del Chapito es casi anécdota.
En esos 16 años y pico, que alcanzan la gestión de tres presidentes de la república, han muerto al menos ocho grandes capos de la delincuencia organizada (Francisco y Ramón Arellano Félix; Arturo Beltrán Leyva; Antonio y Homero Cárdenas Guillén; Ignacio Coronel; Juan José Esparragoza y Heriberto Lazcano; sin contar al Señor de los Cielos, Amado Carrillo, oficialmente muerto después de una cirugía estética para cambiar de rostro, aunque hay sospechas de que está vivo, bien vivo). Aparte han sido encarcelados 23 igual de importantes que los difuntos y hasta más, como el Chapo papá, Vicente Zambada y otros muy poderosos.
Dicen los que saben, que los de malolandia disponen de una fuerza de entre 390 mil y 400 mil delincuentes, con presencia activa en 27 entidades del país y que los enfrentan por el lado de la ley, 500 mil elementos del Ejército, la Armada, la Guardia Civil y las policías estatales, sin contar a los policías municipales por elemental pudor; y aparte hay cerca de 24 mil ‘autodefensas’, de los que no se sabe bien a bien de qué lado están.
Aceptando la dificultad de obtener información dura y verificada sobre los resultados de esta guerra, en estos 16 años ha habido cerca de 400 mil muertes, incluidos miles de militares y policías, no debidamente reconocidos ni por el gobierno ni la sociedad (solo piense las que pasan nuestros soldados: hay 197 desaparecidos, ocho que se suicidaron y 307 que enloquecieron, así, tal cual). Nada más para pararse en la calle portando el uniforme, se necesita mucho valor y ni quien se sienta agradecido. Mal.
El resultado visible de tanta muerte y aprehensión es ninguno, cero, nada, no se recupera la seguridad pública, no se neutralizan las acciones criminales de las bandas organizadas o cárteles como se estila llamarlos; crece el flujo sideral de dinero que consiguen, crece su capacidad corruptora de autoridades.
Y no hay una voz oficial que diga con claridad la verdad sobre esto: NO es posible ganar esta guerra.
Si la guerra es para erradicar el consumo de drogas, está perdida. Si la guerra es para suprimir el delito, está perdida.
La humanidad ha convivido con las drogas desde la noche de los tiempos, rastros arqueológicos muestran que hace 10 mil años los seres humanos consumían hongos alucinógenos; las tabillas sumerias del 3000 a.C. hablan del opio que también consumían romanos, griegos, indios, egipcios y asirios. No hay espacio para extenderse en esto, pero usted averigüe y verá que nunca hubo prohibición del consumo de drogas aunque sí intentos de regulación, todos abandonados.
Las drogas no son de ninguna manera recomendables ni se puede promover su consumo, con la indiscutible excepción de su uso médico. Pero debe reflexionarse que han sido consumidores lúdicos habituales de drogas, personajes como Shakespeare (cocaína, cannabis); Dickens (opio); Freud (cocaína); la reina Victoria (cannabis); Robert L. Stevenson (cocaína); Arthur Conan Doyle (cocaína, inyectada). Hachís consumían Hermann Hesse, Aldous Huxley y Walter Benjamin. Opio, Luis XIV, Delacroix, Alejandro Dumas, Honoré de Balzac, Lord Byron, Oscar Wilde, Mary Shelley, Víctor Hugo, el cuatro veces Primer Ministro británico William Gladstone y un poco Winston Churchill (de joven, con la reina Victoria, sí señor). Y alcohol que sí, que es droga, consumimos casi todos los humanos, que el problema no es el alcohol sino su uso moderado o excesivo.
Todas las drogas conocidas hasta el 1900 se vendían libremente en las farmacias y droguerías. En la infancia de este menda, de vez en cuando lo mandaban a la botica a comprar láudano, que es opio disuelto en licor, para dolores de las señoras; y tía Rosita aliviaba sus reumas con marihuana (esa de Toluca, la que murió a los 117 años).
Reino Unido había librado dos guerras a favor del comercio de opio en el siglo XIX, en las que consiguió que China no restringiera su importación.
El intento de conseguir la prohibición de las drogas empezó con la Convención Internacional del Opio de 1912, impulsada por los EUA, contra la morfina y cocaína, que en 1919 se incluyó en el Tratado de Versalles. No es sino hasta 1971 que en la ONU se firmó el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas, que entró en vigor hasta 1976 y que en 2022 todavía no han firmado todos los países del mundo, sorpresa.
Pero la locura prohibicionista se disparó gracias a los EUA, con la Ley Boggs en 1951 que modificó la Ley de Importación y Exportación de Estupefacientes y… bueno, otro día, no alcanzan las cuartillas.
El punto es dejar claro que por milenios, muchos milenios, no representó ningún problema social el consumo de las drogas y que su prohibición creó un negocio infinitamente rentable.
Las drogas no deben consumirse pero se consumen y no debieran estar prohibidas sino reguladas, como el alcohol o más rigurosamente aún, pero nunca prohibidas. Los resultados están a la vista y poco a poco, hipócritamente, los países desarrollados las van legalizando, mientras sigue la catarata de sangre y llanto en otros, como México.
Y peor, ahora en México las drogas ya son solo una parte de nuestro inmenso problema delincuencial. Y encima las drogas sintéticas… el décimo círculo del Infierno.