“Antes que partido, tengo patria”: La Feria

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SR. LÓPEZ

Tío Hermilo era gente fea. Ceñudo, de mala uva. Una vez, a punto de ser embargado por deudas de juego, lo salvó el abuelo Armando, pagando todo. Y tío Hermilo no solo no lo agradeció, sino que le retiró el saludo; al abuelo no le importó ni poco ni mucho: lo hizo por su sobrina, esposa del tipejo.  

Cada año celebramos la Batalla del 5 de mayo de 1862 y al general Ignacio Zaragoza; y cada año, nuestros políticos pasan el trago gordo de no mencionar lo que sucedió ni por qué, sin la menor referencia a Porfirio Díaz (mezquindad con quien terminó mal pero sin demérito a su calidad de ‘Soldado de la Patria’)… cuantimenos a que cierto amplio sector de Puebla, apoyaba, deseaba la invasión francesa. La verdad no peca…

Claro que no fueron solo ellos dos los que dirigieron a las tropas nacionales, también y con mérito equivalente, Juan Nepomuceno Méndez, Felipe Berriozábal, Francisco Lamadrid, Antonio Álvarez, Miguel Negrete y Santiago Tapia, pero es Zaragoza el que acapara las palmas (merecidamente)… y luego Jesús González Ortega, héroe grande inexplicablemente medio olvidado.

Y la batalla fue de mexicanos contra franceses y mexicanos, que no eran traidores, sino que tenían la visión europeizante de entonces, para la que tener Jefe de Estado de importación, no era desdoro, como se hacía y hace en ese continente (la reina Isabel II es de la aristocracia alemana -Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha-, que lo de Windsor se lo endilgaron el 17 de julio de 1917 a su papá, Jorge V, durante la Primera Guerra Mundial, porque estaba feo pelear contra Alemania siendo de origen alemán).

Lo que provocó el pleito con Francia fue que Benito Juárez tuvo la brillante idea de decretar el 17 de julio de 1861 la ‘Ley de suspensión de pagos’, en cuyo artículo primero dispone por sus presidenciales calzones que durante dos años no va a pagar la deuda externa (decreto aprobado por el Congreso, que ya tenía la propensión a palomear todo lo que le manda el Presidente, en este caso por 120 votos a favor y cuatro en contra). Como fue una decisión unilateral, le cayó en el hígado a España, la Gran Bretaña y Francia; los dos primeros al grito de ¡más vale un mal arreglo que un buen pleito!, aceptaron esperar, facturas en mano, pero Francia no y de ahí vino la segunda intervención francesa: ¡ay, Benito! (la primera fue la Guerra de los Pasteles, de abril de 1838 a marzo de 1839, que se resolvió cuando México aceptó pagar 800 mil pesos: 600 mil por los daños a ciudadanos franceses -destacadamente un pastelero-, causados por nuestros pleitos internos y 200 mil por los gastos de la flota de Francia, que vino a invadirnos… hasta viáticos les pagamos). 

Como sea: Francia vino a cobrar y de pasada a ponernos monarca. Por poquito lo logran, pero Juárez, a diferencia de otro huésped de Palacio (oriundo de Tabasco, ya sabe quién), tenía buena suerte y como Francia supo que la Guerra de Secesión en los EUA había acabado (y la habían ganado los norteños que iban a apoyar a Juárez, cosas de la masoneríay de la Doctrina Monroe: “América para los americanos”… para ellos, no se ande creyendo que estamos incluidos), y tenían mucho susto por la amenaza alemana, decidieron juntar todas sus tropas en Europa, cosa mucho más importante que andar por acá de turistas haciéndole el caldo gordo a Max, que era austriaco y Carlotita que era belga, de Bélgica (por cierto, don Max exigió a los que fueron por él, ver las actas de los votos en que los mexicanos le decían que nos hiciera el favor de venir a gobernarnos, cosa que hicieron -hágase de cuenta las actas electorales de tiempos del PRI imperial-, aprendió español (también hablaba francés, inglés, polaco, italiano, alemán y húngaro); se nacionalizó mexicano y se vino muy contento de pasar de archiduque a emperador. Por cierto, para enorme decepción de los conservadores nacionales, don Max era liberal,más que Juárez. ¡Agüita pa’l calor!

Como sea, de 1862 a 1867, México estuvo con su futuro colgado de un hilo. Pero lo que se procura no mencionar mucho es que entre los telegramas de Ignacio Zaragoza a Benito Juárez (compendiados por el coronel Rafael Echenique en 1893), hay dos en los que se queja amargamente de la actitud de los poblanos. En el fechado 7 de mayo de 1862, dice don Nacho:

“(…) yo tendré cuidado de participar cuanto ocurra de interés para evitar noticias falsas y alarmas que en la traidora cuanto egoísta Puebla circulan. Esta ciudad no tiene remedio”. ¡Zaz!

Luego, el 9 de mayo telegrafía el general Zaragoza:

“En cuanto al dinero nada se puede hacer aquí porque esta gente es mala en lo general y sobre todo muy indolente y egoísta… ¡Qué bueno sería quemar a Puebla! Está de luto por el acontecimiento del día 5. Esto es triste decirlo. Pero es una realidad.” ¡Qué bueno sería quemar Puebla!, dicho por Zaragoza, que parece no le gustaban los camotes.

Puebla estaba de luto por el triunfo sobre los franceses (hasta el agua le negaron al Ejército de Oriente, el de Zaragoza), pero luego de un año se dieron el gustazo de recibir festivamente a los franceses el 17 de abril del siguiente año (1863), después de una defensa desesperada del ejército de Juárez. Ni modo.

Don Max entró a la capital del país el 12 de junio de 1864 (primero le firmó a los franceses que les iba a ir pagando 270 millones de francos ahí como pudiera, nada es gratis), pero no crea que entró a balazos, no, entró muy sonriente y complacido por los 64 arcos triunfales que se erigieron para que supieran él y su esposa, que estaban en su casa (sí estaban).

De todo esto ya está usted al tanto, pero vale la pena traer a cuento que uno de los militares que mejor se la rifaron por defender a México al lado de Zaragoza, fue el general poblano Miguel Negrete (1824-1897), conservador de esos a los que hace ‘fuchi’ ya sabe quién, pero que se puso a las órdenes de don Nacho, liberal de tomo y lomo, diciendo algo que vendría bien que pensaran los opositores de hoy: “Antes que partido, tengo patria”.

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