Von Voyage mes chers

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Galimatías/Ernesto Gómez Pananá

I. La palabra vacaciones proviene de la raíz latina “vacatio”, que designaba la exención de un deber, la dispensa de una carga: estar libre de tributos, del servicio militar, de las funciones religiosas. Su raíz, vacare, no evocaba descanso, sino estar vacío -vacuo, vacuidad-, desocupado, liberado de obligación, aunque no necesariamente gozoso.

Las vacaciones no nacieron como recreo, sino como suspensión excepcional. Por siglos, los únicos periodos de pausa eran dictados por los ritmos de la tierra o por el calendario religioso: las fiestas patronales, las cosechas, las cuaresmas. No había descanso pagado, solo interrupciones impuestas por lo sagrado o lo agrícola. La Revolución Industrial borró incluso esas pausas: impuso jornadas interminables y cuerpos exhaustos. Recién con las luchas obreras del siglo XX, el tiempo comenzó a negociarse. Francia en 1936, México ya en 1931: por primera vez, el descanso dejó de ser una concesión para volverse un derecho ganado a pulso. Así, el viejo vacare —ese estar desocupado, exento, marginal— se convirtió en vacacionar: una práctica social, política y hasta identitaria. Hoy, las vacaciones ya no son el vacío, sino el anhelo de llenarlo con lo que no cabe en la vida ordinaria. Son la revancha del tiempo frente al capital. Un arte fugaz de reencuentro con uno mismo y con los seres queridos. Un tiempo válido y valioso del que toda persona debiera poder gozar.

II. Crecí en una familia en la que la austeridad era norma: Un par de zapatos deportivos y uno de zapatos negros, una sola televisión en casa, un auto compacto -estándar y sin clima-, formación en escuelas públicas y pastel casero en los cumpleaños. Las vacaciones eran un lujo “burgués” que en nuestro caso, permitía únicamente pasar algunos días en casa de mi abuela materna en Tonalá o viajar a la ciudad de México siempre aprovechando alguna otra situación familiar -consulta médica, torneo deportivo o evento político- jamás por el mero ocio. Vacacionar así, en su acepción pura era algo intransitable. Nadie tiene derecho a lo superfluo mientras otros carezcan de lo indispensable, era el mensaje implícito. Correcto o incorrecto no lo sé, solo sé que fue como lo aprendí.

Pasó el tiempo, crecí, me convertí en adulto y contribuyente del Producto Interno Bruto y me asomé paulatinamente a ese costumbre hasta entonces desconocida: la posibilidad de viajar sin otra intención que conocer lugares nuevos y vivir experiencias desconocidas. Usar el tiempo libre para ello resultaba al principio un poco extraño: esa suerte de prejuicio inoculado en mi infancia no dejaba de sonar en mi cabeza, aunque el sonido se atenuaba al ritmo de la brisa tibia de Huatulco o del viento helado en las Cataratas del Niágara. Siempre es posible acostumbrarse a “lo bueno”. No hay nada de malo en ello siempre y cuando, como cualquier otra cosa, eso sea producto del trabajo honesto y no perjudique a terceros. Hoy día incluso sostengo que viajar es la inversión intangible de mayor rentabilidad para uno y quienes uno quiere: Viajar para conocer, para mirar y aprender es una experiencia que abre la mirada al mundo y toda persona merecería la oportunidad de experimentar esa vivencia.

III. En las semanas recientes, temporada de verano en tiempos de redes, internet, celulares y cámaras microscópicas, han salido a la luz evidencias de las vacaciones de varios personajes de primer nivel, no tendría porqué dudarse de la legitimidad del derecho a tomar tales días, ni mucho menos de lo lícito de los recursos con los que tales viajes se pagan. El mismo derecho que tiene un político del PRI, lo tiene uno del PAN o uno de Morena para viajar a donde su billetera permita, todos son libremente iguales de viajar a donde mejor les plazca. Por lo demás, resulta primordial también mantener la disciplina y atender a lo instruido por la presidenta y al ejemplo que ella misma da: Se trata de ser congruentes.

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