El valor del silencio: La Feria

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Sr. López

Tío Carlos (de los toluqueños), no fue muy parrandero, pero sí muy mujeriego y más mentiroso que un vendedor de coches usados. Su esposa, la queridísima tía Lucía, siempre pareció ser muy feliz con él. Unos meses después de que lo enterró (como suele disponer la sabia Madre Natura), en una sobremesa dominguera, otra tía le dijo que se había pasado de tonta con el ya fiambre y tía Lucía atajó: -Nooo, siempre le dije que me respetara, que nunca me fuera a salir con la majadería de decirme la verdad… y además, era divertido oírlo –bueno, cada quien.

La palabra, la importancia de la palabra, tanta que al menos antes, era insulto decirle a alguien que no tenía palabra. Sí, la palabra, esa que los antiguos pensadores equiparaban a Dios, como puso el que haya escrito el evangelio de San Juan que se inicia diciendo: En un principio era el Verbo y el Verbo era Dios (sin comillas porque no es cita textual).

Y al mismo tiempo, el silencio, su importancia, tanta que esos griegos de la antigüedad, tan sabios, se inventaron a Harpócrates, el dios del silencio, de los secretos, símbolo de la esperanza, consignado -como bien sabemos-, por Plutarco en el que tal vez sea su último escrito, el tratado ‘De Iside et Osiride’ ‘(De Isis y Osiris’), del siglo I d.C.

En la política, palabra y silencio tienen mayor relevancia y quienes se dedican a ella, saben o deben saber, que son dueños de su silencio y reos de sus palabras (¡guácala de lugar común!, disculpe), razón por la que cuidan lo que dicen, para no desgastar su voz y que pierda valor su palabra, no tanto por no cumplir sus dichos, sino por hablar continuamente, hasta vaciar, deshilachar su discurso. Y eso de que la mentira repetida mil veces se vuelve verdad, es una mala frase, nada más, que nunca dijo Joseph Goebbels (era malo, no tonto), la mentira, mentira es y mentira se queda.

Pero todos sabemos que cierta clase degradada de políticos, lejos de cuidar su palabra, se cuidan de la ajena y si se hacen de poder suficiente, se empeñan en silenciar a los que no coinciden con ellos, a los que analizan y critican sus dichos y hechos, considerándolos enemigos llamándolos “adversarios” para encubrir sus rencores personales que resultan de su aversión a la verdad en general y a quienes piensan diferente, en particular.

Silenciar a toda la prensa nacional o extranjera, a todos los periodistas, analistas, comentaristas e intelectuales, es imposible en estos tiempos de hipercomunicación, por lo que esos esperpentos de la cosa pública, recurren a la compra-soborno de medios tradicionales y redes sociales en internet, junto con la exclusión, la descalificación, el ninguneo, la ridiculización, la exposición de datos personales, las amenazas, los insultos y la persecución vía fiscal, vía penal, pervirtiendo los instrumentos institucionales a sus órdenes… y fomentan el odio de sus seguidores en contra de esos “adversarios”, pregonando a la par, que jamás censuran, que respetan la prensa libre.

Esos si no son dictadores, son autoritarios mal embozados, déspotas travestidos de demócratas (y déspota en español es quien gobierna sin sujeción a ley alguna, dice el diccionario… no hay que irles con el cuento de que la ley es la ley, para irnos entendiendo).

Y viene al pelo recordar los once principios de la propaganda nazi creados por el ministro de Educación y Propaganda del gobierno de Fito Hitler, el infame Goebbels (entre paréntesis, algunas notitas de su texto servidor): 1. Principio del enemigo único (Calderón); 2. Principio de contagio; incluir a los adversarios en una sola categoría (el neoliberalismo); 3. Principio de transposición, si no se pueden negar las malas noticias, inventar otras; 4. Principio de la exageración (el pueblo está feliz, feliz, feliz y lo de Dinamarca); 5. Principio de vulgarización; toda propaganda se debe adaptar al nivel del menos inteligente (sin comentario); 6. Principio de orquestación; la propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente (vea una mañanera); 7. Principio de renovación; emitir constantemente información y acusaciones; que cuando el adversario responda la gente ya esté interesada en otra cosa; 8. Principio de verosimilitud; dar apariencia de verdad con fuentes diversas e información fragmentaria (soy el segundo Presidente más popular del mundo); 9. Principio de silenciamiento (compra de medios, uso de redes); 10. Principio de sustrato preexistente; usar la mitología nacional y los odios y prejuicios tradicionales; 11. Principio de la unanimidad; convencer a la gente de que piensa como todo el mundo.

Esto en un país como el nuestro en el que el Presidente concentra tanto poder en sus manos, funciona sin duda, recuerde las elecciones del 2 de junio, cuyos legales resultados no abonan al buen desempeño de un gobierno sino a su capacidad de engaño, de perversión de la palabra.

Claro que los efectos de la mentira no son perdurables, nunca, la historia lo prueba. Y acomoda recordar que Miguel de Cervantes vivió en tiempos de muchas mentiras y de increíbles exageraciones, por lo que parece criticar las noticias falsas, en el capítulo IX del Quijote, cuando dice que la historia es “camino de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.

Y eso es lo que preocupa no el señor que se va sino la señora que llega, doña Sheinbaum, que está dando abundantes muestras de que sigue los pasos de López, como ayer al apoyar los dichos del mismo día de su mentor, quien aseguró que los EEUU son corresponsables de la guerra entre narcos en Sinaloa, nada más olvidando que el señor anexo a un micrófono, también dijo: “Ya no puede haber una relación de cooperación (con los EEUU)”. ¡Áchis!, ¿de veras?… ¿ya no?

Que alguno de sus cercanos ayude a la señora y le diga que no tiene que hablar todo el tiempo de todo. Desgasta su palabra y todavía no inicia su gobierno. ¡Ah!, el valor del silencio.

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