Sr. López
Tal vez a usted le pase también que en la modorra previa a levantarse por la mañana, o en el beatífico aislamiento-copro (en el excusado), de repente invade su mente una idea luminosa, clara y distinta, diría Descartes. Ayer, este su texto servidor, tomando la primera taza de café del día, meditando en la paremiología de la inmortalidad del cangrejo (o sea, con el cerebro en punto muerto), de improviso como un relámpago, comprendió algo: los mexicanos somos raros, más bien, rarísimos, cosa que ratifica tanto la lectura de la prensa como repasar algún capítulo del libro cómico que cándidamente llamamos Historia de México (¡hay que ver lo que decían de Juárez sus contemporáneos!).
Sin profundizar en las rarezas de los hechos nacionales, nomás piense que se nos enseña a detestar el 60% de nuestra vida nacional (los 300 años que fuimos Nueva España), que es como un cincuentón que aborreciera sus primeros 30 años de vida, y ni a quien le importe. Sí, somos raros.
Por eso, por raros, a nadie extraña ese oficial renegar de nuestra raíz española, hablando español; adorando a Cristo, no a Huitzilopochtli; usando pantalón, no taparrabos; yendo a los toros y cantando Cielito Lindo que es una seguidilla españolísima, andaluza; y de pilón, con la conquista hecha por los indios y la independencia por españoles (que a Vicente Guerrero lo invitaron nomás por darle su toque de color local al asunto y ni firmó el acta de independencia… bueno, era analfabeto… y eso de firmar sin leer).
No dude que somos raros, tanto que ya independientes, un grupo de mexicanos fue a Europa a conseguirnos un monarca y trajeron a Maximiliano, que les iba a cuidar su religión y era masón; y sus privilegios y les salió liberal; del que nos enseñan que fue invasor, cuando la verdad es que no aceptó la corona de México a menos que la población se lo pidiera y en pocos días le enseñaron las actas que hicieron en el hotel, probándole que la gente votó para que sí viniera -y se lo creyó el Max-, pero como sea, llegó nacionalizado mexicano y le pusieron arcos triunfales de Veracruz a la Ciudad de México. Por cierto, la primera declaración registrada de Maximiliano, fue que todos los mexicanos se unieran y que él venía a “defender la justicia e igualdad ante la ley” (y seguimos con esa aspiración huidiza, a la fecha, si lo duda ahí está calientita la reforma al Poder Judicial, por los puros pantalones del huésped de Palacio, con los chicos del coro, los legisladores, aclamándolo). Somos raritos.
Justo es decir que no somos raros porque nuestra más destacada aportación a la civilización occidental, sea el Chapulín Colorado; ni porque la imagen del macho mexicano ante el mundo, sea la de un tipo con sombrerote, panzón de piernas flacas con pantalón entallado y botones plateados de la cadera a los tobillos (envidia del modisto parisino más modosito); y tampoco por nuestra contribución a la aeronáutica, los aburridísimos voladores de Papantla.
Pero sí somos raros, no le quepa duda. Recuerde que después del festivo año 2000 en que “arribamos a la democracia”, echando del poder a golpe de votos, al PRI que se suponía todos detestábamos, el mismo electorado lo regresó al poder sin recapacitar en que era un poquitín a contrapelo de la conducta esperada de una sociedad que se sangró las comisuras de los labios contando las barrabasadas que hacía el partidazo; y así, con Quique Copete, retomó el poder el PRI, escandalizando a la comunidad entera de chimpancés del África central que nomás no entendieron qué nos pasa, porque no saben que somos así, raros.
Raros en muchas cosas. Veneramos a la madre y es nuestro insulto favorito; veneramos la virginidad pero las que defienden su estado himenal caen gordas, y al mismo tiempo decirle señora a cualquiera de la que no conste sea casada, es una gran majadería, de tal modo que es señorita toda aquella que no sea muy vieja; y hasta las viudas o divorciadas así sean abuelas varias veces, si están de buen ver, son señoritas. Y nos entendemos.
Raros repudiando con toda el alma la corrupción pero conviviendo con ella, diario, sin que a nadie espanten súbitas riquezas ni se intente hacer de carne humana la estatua de Robespierre ante cosas como los 12 mil millones evaporados en Segalmex ( ¡Oye, López!, le podríamos decir al autor de ¡Oye, Trump).
Somos raros, tanto que pudimos tener de presidente de la república al Chente, con claras muestras de tener atrofiada la conexión del cerebro con la lengua y hoy tenemos a otro víctima del mismo mal, que confiesa haber vivido sin trabajar 18 años -con 200 pesos-, y ha escrito más libros de los que ha leído. Raros como para saber sin reclamos, que el gobierno paga pensión a un millón de viejos más de los que hay en el país, según censo oficial, lo que son tres mil millones de pesos al mes que alguien se embolsa sin que lo sepa, de ninguna manera, el que decía que el Presidente se entera de todo. (Y lo de ‘viejos’ no es grosería, eso de “tercera edad”, es un eufemismo insultante y sangrón)
Raros, rarísimos: generaciones educadas en que la expropiación petrolera era tan sagrada como la tilma de Juan Diego, sin que se moviera la hoja del árbol cuando en 2013 se canceló después de celebrar la comedia de una libre votación de diputados, senadores y congresos estatales, cosas las tres que ningún mexicano destetado creyó ni cree (y ahora tampoco con lo del Poder Judicial), pero ni un eructo de protesta (ahora sí, muchas protestas). Y hablando de la sacratísima, la intocable, la venerada tilma de Juan Diego, dígame si no somos raros: no hubo quien en 1996 le mentara la madre al tal monseñor Schulenburg, abad de la basílica de Guadalupe, cuando ya para entregar el cargo, después de embolsarse 33 años las limosnas del respetable, muy campante declaró que no, que por supuesto no era cierto lo de las apariciones.
Y mejor declararnos raros, porque si no, resultaría que somos eso que rima con conejos, tontos pues, o tal vez, solo es que es todo nos importa un pito.