Sr. López
Tía Lucha, de las toluqueñas, vestía siempre de riguroso luto por la muerte en la revolución de su esposo, un General, padre de su único hijo; aparte era católica de espantar a Torquemada y muy temida por las mujeres de la familia porque era jueza severísima por pintarse los labios, el escote permisible (máximo, dos dedos abajo del cogote), o el largo de las faldas (mínimo, una cuarta abajo de la rodilla). Así las cosas, una vez le metía bronca a una sobrina en una comida familiar, cuando llegó tía Victoria -la deslenguada y bien informada, con más camas que la cadena Sheraton-, que la paró en seco: -Ya estuvo bueno, Lucha, deja de moler y también deja el luto, las soldaderas no son viudas de nadie –soponcio, sales, ausencia definitiva. Nadie la extrañaba.
Gente seria, bien informada y hasta con experiencia política, está preocupada porque ven al país rumbo al barranco… bueno, para ir rumbo al barranco es de suponer que no se está en el barranco.
Aceptemos primero que hay varios Méxicos. El de papel, como está en la Constitución y las leyes, bien bonito. Otro, el de los políticos, gobernantes y gente del poder, de los que, si no todos, sí muchos, viven con máscara, máscara de papel, papel de la Constitución y las leyes, para ellos, discurso y coartada, guía de felones.
Otro, el México real, el de la gente, la mayoría de la gente, el México de nosotros los del peladaje, ajenos del todo al de papel y al de los gargantones del poder, el México en el que cada uno va a lo suyo y prácticamente todos, indiferentes al curso de la nación, con una porción de beneficiarios no todos merecedores, de dádivas en efectivo, programas sociales que reciben muchos que no los necesitan y muchos que ni existen, cosas de “los de arriba”. Y por último, el México de los empresarios, unos prósperos por mérito propio y otros por complicidad con los del poder, todos también a lo suyo, todos indiferentes al derrotero nacional, sabedores del mal negocio que es ir a contracorriente, en particular los dueños de medios de comunicación.
Así, no se vaya usted a molestar, resulta que México es un país invertebrado. Cómo podría ser de otro modo si esa inmensa masa que los políticos de ocasión llaman “pueblo”, siempre ha sido ajena a los propósitos y acciones de los que determinan los asuntos nacionales. Y no se ande creyendo el cuento de que ahora es diferente, no lo es, es peor, ya nos llegará el tiempo del llanto y el rechinar de dientes, al pagar las gordas facturas pendientes de este gobierno crepuscular (80 días más… ¡qué nervios!).
Y es nuestro país así por su historia. Antes de ser la Nueva España, desde la noche de los tiempos, esos de la masa, sujetos a la inconcebible crueldad de sus jefes de tribu (¿reyes?, ¿emperadores?, seamos serios); luego, siendo virreinato, tres siglos de obedecer y tributar sin conciencia ninguna de nación; ya independizados de España, sin que la población mayoritaria se enterara del detalle, sometida un siglo más al vasallaje de siempre con los nuevos de arriba, recambio de patrones que los arrastraban a guerras que les eran extrañas e incomprensibles.
Así llegamos a nuestro siglo XX sin rastro de una cultura común en la población nacional, que no se parece en nada la gente de la península de Yucatán con la del norte bronco y árido, por lo mismo industrioso, tierra de la carne asada que ignora los deliquios de la cochinita pibil; y tampoco hay concordancia entre un alegre chiapaneco y un taciturno poblano, que el centro del país fue siempre arrogante ante el resto; lo mismo que los veracruzanos frente a los guerrerenses, los unos siempre al tanto de las novedades llegadas de Europa, con una cocina de éxtasis, los otros siempre en la fiesta de la sangre, hasta ahora.
Es el México invertebrado, el México que una vez terminada una crudelísima guerra civil que con cinismo cívico llamamos Revolución Mexicana, se empezó a cohesionar a tiro limpio, imponiendo el concepto de nación que se inventaron unos pocos, Porfirio Díaz el que más, para por primera vez en milenios, llevar beneficios reales, tangibles, inesperados, a una población que a cambio, continuó el resto de ese siglo, sin tener arte ni parte en la conducción del país, indiferente al gobierno y los gobernantes.
Así llegamos a fines del siglo XX, con nuestras primeras experiencias de elecciones democráticas y cambios a la Constitución para incorporar los derechos humanos, los tratados internacionales y los órganos constitucionales autónomos, separados de los tres poderes para asegurar que el gobierno cumpla imparcialmente las leyes relativas a los derechos humanos; las elecciones; la procuración de justicia; la transparencia y el acceso a la información pública; la competencia económica; la medición de las políticas públicas en materia económica; las telecomunicaciones; y el sistema monetario. Todo por el empuje de la realidad, México no podía seguir pretendiendo ser una isla, apartada del mundo, había que incorporarse y el mundo lo condicionó a todo eso y se hizo, tarde pero se hizo.
Vistas las cosas así, viene a resultar que somos país, casi país en serio, desde hace poco más de 25 años… y nos comparan, nos comparamos, con otros que nos llevan 800 años de ventaja experimentando con la democracia y el control del poder público. Objetivamente, hay lugar al optimismo.
Y no vamos al barranco, vamos saliendo del barranco y si las pifias anunciadas para cerrar este sexenio e iniciar el próximo, nos hicieran rodar hasta el fondo, el gobierno entrante si cayera en el desatino de seguir la ruta del populismo barato del gobierno saliente, sin resultados y coleccionando fracasos, sufrirá el latigazo de realidad que le impondrán los 14 tratados de libre comercio que tenemos firmados con 50 países, aparte de los 30 acuerdos para la promoción y protección recíproca de las inversiones con 31 países.
Sabemos que buscan reinstalar un régimen de partido hegemónico, no son demócratas, pero desde el extranjero les arrancarán la máscara.