Ernesto Gómez Pananá
México, en los dichos se insiste mucho, es una nación pluricultural, resultado fundamentalmente del mestizaje entre quienes venían de España y quienes habitaban estas tierras. Al paso de los siglos, luego de la independencia, en el imaginario colectivo asumimos este mestizaje otorgando tal vez -o al menos esa es la percepción de quien escribe- menor peso a la presencia también de personas venidas -traídas habría que decir- del continente africano, aquellas que llegaron como esclavos a todas las colonias en este continente.
Tonalá, lo relaté hace algunas pocas semanas, es un sitio con el que me unen profundos lazos y de allá también llegan relatos para compartir en esta columna. Hoy, si me lo permiten amables quince lectores, relataré la historia de “Las Hudson”.
El calor es infernal, seco. Es como una braza que desde el cielo agota. Bajo ese sol, durante los veranos y semana santa, solía acompañar a mi tía Lucila -la mayor de Las Pananá- a sus diligencias. Ya fuese a la farmacia, al mercado, a visitar algún enfermo. También a la tienda de “Las Hudson”.
Recuerdo la primera ocasión. Tendría yo unos ocho o nueve años. No más. Recuerdo luego de la caminata bajo el sol, llegar a una esquina y desde fuera escuchar la voz curiosa de una de las dueñas, las hermanas Hudson, quien despachaba con prisa algún corte de tela, una caja de galletas o algunas piezas de jabón perfumado. Recuerdo también aquellos grandes anaqueles de madera y vidrio repletos de curiosidades y golosinas, bombones con grajea, paletas de caramelo envueltas en celofán, globos de todos tamaños. Al costado una hielera gigante de lámina. Dentro de ella un bloque de hielo y una infinidad de botellas agarrando frío. El sonido estridente al destapar ese cofre de lámina para sacar un refresco.
Ciertamente la visita a este sitio era toda una aventura mercantil pero además de ello, era también una especie de viaje multimedia que me transportaba al universo de Tom Sawyer y Jim, un chico afroamericano -seguramente un esclavo- que era su mejor y que se parecía a las hermanas Hudson. O al menos así lo imaginaba. Ellas fueron las primeras personas de color que vi en mi vida: impactante escucharles hablar en un español un poco extraño, con cierta fonética anglo y con mucho ritmo; sus brazos de color ébano, sus palmas rosas. Sus cabellos en apretados rizos.
Era como entrar en el cuento de Twain, acaso como entrar en mi propio Macondo.
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El autor de “Tom Sawyer” fue Mark Twain, aunque en realidad este es un pseudónimo fantástico: el significado del mismo alude a la señal que los navegantes del río Missisipi hacían para asegurarse de que un barco podría navegar: ¡Mark Twain! gritaban luego de hundir una vara hasta al fondo del río y comprobar que el el nivel del agua alcanzaba el mínimo de doce (twelve-Twain) pies necesarios para el paso exitoso de las embarcaciones de vapor. El nombre real del autor fue Samuel Langhorn.