El principio: La Feria

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Sr. López

La prima Lola Chica fue guapa de a su paso, hacer arrancar coches estacionados. Aparte, fue “inquieta” y tenía confeti en vez de neuronas. En la familia materno-toluqueña lo que se comentaba eran sus cambios de creencias: primero católica, claro, se hizo Testigo de Jehová, luego calvinista, hinduista, budista y del hare krishna (lucía hermosa enredada en su sábana); también fue islamita, taoísta y pentecostal. A su mamá, tía Lola, lo que le preocupaba era que ya tenía tres nietos muy distintos entre ellos y sin trámites previos, civiles ni religiosos; decía: -Por mí que sea atea pero decente –y no, nunca le dio gusto.
Que si anarco-capitalismo, que si neoliberalismo, que si social democracia, que si izquierda radical… el hecho es que ningún régimen, sistema ni nada, funciona si el cementante de la estructura del Estado, entendido como gobierno, es la corrupción.
No se propone que tengamos Rey, con su corte de aristócratas de chancla pata de gallo, pero sin corrupción, hasta la monarquía funciona. No se vaya a espantar pero incluso ese ineficaz muégano de disparates que llaman cuarta transformación, funcionaría aceptablemente bien -o menos mal-, si la corrupción no permeara las estructuras de la administración pública, desde su base hasta segmentos de los estamentos superiores del gobierno.
A fin de cuentas, aparte de discusiones y debates entre los dedicados a la filosofía política, la vida cotidiana del ciudadano estándar poco se altera por cómo se defina al país en su Constitución, a condición de que no se acote el libre albedrío.
Claro que puestos a escoger, siempre será preferible un marco legal en que se reconozcan los derechos humanos y la norma sea el respeto a la libertad individual y a la propiedad privada; la libertad empresarial y de comercio; la libertad de creencias, pensamiento y expresión; porque los sistemas que ponen al gobierno (al Estado), por encima del individuo, arrogándose el derecho a dirigir la vida de las personas y la sociedad, van contra la naturaleza propia de nosotros los humanos, tercamente empeñados en ser libres.
Lo anterior poniendo siempre primero al individuo, sin caer en la trampa retórica del ‘comunitarismo’ que sujeta los derechos de la persona a los de la comunidad, de modo que el Estado protege al grupo, somete al individuo y viola sus derechos, embozando sus atropellos en el “colectivismo”, ideología nunca sometida a la votación popular, porque la ideología suele ser la alcahueta de los césares, los inquisidores y los secretarios generales, como dijo Octavio Paz en su polémica con Carlos Monsiváis, publicada en la revista Proceso (fines de 1977, principios de 1978), como todos sabemos, claro.
En el porfiriato y las largas décadas que el PRI controló todo -con el interludio sanguinario de la guerra civil que llamamos Revolución-, el país tuvo un progreso real aunque exiguo, y la sociedad toleró eso y todo a cambio de un clima general de paz y seguridad pública. Había delitos y violencia, claro, pero muy acotados y perseguidos sin piedad, aun violando leyes: se aplastaba a los delincuentes y punto.
Esos regímenes se organizaron en torno a nuestro natural centralismo, desde antes de ser Nueva España, siéndolo y a la fecha; de tlatoanis y virreyes a presidentes priistas, México fue siempre centralista. Una llamada telefónica de un secretario de Estado federal, dejaba sudando a cualquier Gobernador; la soberanía de los estados y la división de poderes eran palabras escritas en papel mojado: todo se manejaba y decidía en el gobierno federal, en el despacho presidencial. Un botón de muestra: Salinas de Gortari removió 14 gobernadores.
Pero nada es para siempre. En 1994 llegó a la presidencia Ernesto Zedillo, a resultas de lo imprevisto, la muerte del candidato Colosio. Y llegó sin oficio político y con el país harto del PRI y su rancia manera de gobernar: empezó la debacle tricolor, se inició (mal) la descentralización administrativa del país sin modificaciones al federalismo fiscal; no pudo quitar a Roberto Madrazo del gobierno de Tabasco (en 1995), para resolver una crisis postelectoral; Fox gobernaba Guanajuato y le sacó canas verdes; Bartlett, gobernador de Puebla impuso por sus calzones una ley estatal de recursos federales en los municipios; el gobernador Monreal de Zacatecas, le hizo una marcha para obligarlo a cumplir con las obras prometidas. Zedillo, incapaz de meterlos al orden, cedió el control político de los estados y cerró su sexenio entregando el poder al PAN, a Vicente Fox en el año 2000.
Y “llegó la democracia” y con eso hubo una inmediata descentralización general del control político y administrativo, en nombre de la soberanía de los estados, que dispersó el poder y el control del país. Pero también se disparó la delincuencia ya sin la acción eficaz -aunque no pocas veces ilegal- del aparato policiaco y de inteligencia del gobierno federal.
Así las cosas y por lo mismo, se disparó la corrupción. En los estados, los gobernadores pudieron disponer a su antojo de los presupuestos de sus entidades, sancionados por órganos de fiscalización nombrados por ellos mismos y con la Cuenta Pública, aprobada por sus congresos locales, suyos de ellos. Ya luego hicieron confianza y también le metieron mano a las bolsas de transferencias federales.
Generalizada la corrupción, se pudrió todo, cuerpos policiacos incluidos y militares en campo, también. Mientras, como los EUA lograron cerrar la entrada de drogas por Miami, se pasó el tráfico al Occidente y Norte de México, se fortalecieron las bandas criminales y luego, en 2004, nos hicieron favor de levantar la prohibición de exportar armas a México. La tormenta perfecta.
Sobra decir que este menda no tiene la menor idea de cómo combatir la inseguridad ni al crimen organizado, pero lo que sí sabe es que sin primero arrasar con la corrupción de altos vuelos, es imposible. Y eso hasta el momento no lo mencionan los precandidatos a la presidencia. Hay que comenzar por el principio.

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