Sr. López
Tío Ernesto tenía una constructora medianita y toda la familia se alarmó cuando puso de gerente a Pepe, el más impresentable primo que tenerse pueda, lo que acabó en despido en pocos meses, porque le robaba, claro. Más interesante fue que lo volvió a contratar, diciendo: -Nunca había ganado más dinero que con Pepe… que robe, que robe –y se hicieron ricos los dos.
Si hay algo en lo que todos los gallardos tenochcas estamos de acuerdo, es en que la corrupción es el gran mal nacional. Odiamos la corrupción (hasta que un compadre agarra hueso y… bueno, si hay modo).
En México, alguna gente considera que corrupción es cuando los funcionarios se hacen indebidamente de dinero desde los cargos públicos, con la consabida cauda de cómplices particulares. O tal vez no consideran nada y solo es la que más molesta.
Igual, tomando en cuenta los tiempos 4T que corren, conviene aclarar que corrupción es, según el diccionario, la acción y efecto de corromper o corromperse y que corromper es pudrir, depravar. Así, si un empleado público, por ejemplo un Juez, nunca tocó un centavo pero jamás respetó la ley y no se cansó de condenar inocentes, es un corrupto peor que el compadre con hueso que agarra mordida de la tamalera.
Y es recomendable no ponerse dramáticos: siempre ha habido y habrá corrupción. No se altere, es así la pasta humana. Si no, por qué los aztecas castigaban con pena de muerte a los ‘calpixques’, los recaudadores de tributos, que hacían mal las cuentas a su favor, ¿por qué?, porque pasaba (lo que hacían era cobrar de más y quedarse con la diferencia, para entregar completo lo que le tocaba al jefe de la tribu, que no emperador, no exageremos).
Así ha sido en todas partes y tiempos. La más vieja denuncia por corrupción conocida, según consigna Piergiorgio M. Sandri, en su ‘Historia de la corrupción’, es de por ahí del año 1100 a.C., de un tal Peser que le fue con el chisme al faraón Ramsés IX, sobre un funcionario cómplice de una banda de saqueadores de tumbas.
En la antigua Grecia clásica no estuvieron exentos: el inmenso Pericles, el ‘Rodeado de Gloria’, en el siglo IV a.C., las pasó negras para librar la acusación de que en la construcción del Partenón hizo chanchullo; igual que el importantísimo político y afamado orador ateniense, Demóstenes, que en el 324 a.C., fue condenado al exilio por andar de tentón en el tesoro depositado en la Acrópolis.
En la Roma clásica también se cocían habas que por algo la corrupción estaba penada, a escoger, con el exilio o el suicidio, que era lo que preferían para no perder el honor (ni que fuera para tanto, diría el compadre), y los generales triunfantes al regreso de sus campañas, eran sometidos a auditorías muy toscas; Julio César fue encontrado culpable de no pocas raterías al presupuesto de sus legiones y si no le pasó nada fue porque él era más tosco que los auditores. Pero agarraba, eso sí.
Ya en plan de acabar con la candidez de usted, le cuento que el ‘Poeta Supremo’, ‘padre del idioma italiano’, Dante Alighieri (1265-1321), el autor de la ‘Divina comedia’ (que no se llama así, sino ‘Comedia’, nada más, que lo de ‘divina’ se lo agregó Boccacio), no fue expulsado de Florencia por pleitos políticos sino acusado de corrupción, malversación de fondos, fraude, malicia, prácticas desleales y pederastia (y es una mentirita blanca para ayudarlo, que todo se lo inventó el papa Bonifacio VIII, que porque le caía gordo); don Alighieri fue sentenciado a pagar una multa de a 5,000 florines, inhabilitación vitalicia de cargos públicos y exilio perpetuo, bajo pena de muerte. Junto a Dante, Lozoya es un nene de brazos, digo.
Sí, esto de la corrupción no es de ahora ni de estos. Alexis de Tocqueville (1805-1859), el notabilísimo político, historiador, pensador, escritor y jurista, pionero de la sociología y tal vez el más importante ideólogo del liberalismo, afirmó: “En los gobiernos aristocráticos, los hombres que acceden a los asuntos públicos son ricos y sólo anhelan el poder; en tanto que en las democracias los hombres de Estado son pobres y tienen que hacer su fortuna”. ¡Zaz! Se oye feo. Es feo. Es así.
El gigantesco Winston Churchill, que nunca robó un chelín, que al retirarse no tenía para comer y gracias a sus amigos no perdió su casa (pagaron por él la hipoteca), y acabó sus días mantenido por Onassis, era un conocedor profundo de las entretelas de la política británica y dijo: “Un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia”. ¡Qué cinismo!, dirá alguno. ¡Qué realismo!, dirá otro. Pero, quede claro, dijo “un mínimo”.
Y todo esto a cuento del pretendido fin de la corrupción que pregona nuestro Presidente: marzo 11 de 2021: “(…) no hay corrupción, aunque les dé coraje a los ‘conservas’, ya se acabó, porque el Presidente no es corrupto y no tolera la corrupción”; febrero 21 de 2022: “(…) pañuelito blanco, no hay corrupción, ya no es el tiempo de los gobiernos pasados”; marzo 18 de 2023: “(…) de verdad se combate a la delincuencia organizada y de cuello blanco porque no hay corrupción”.
Señor Presidente, sí hay corrupción y no esa inevitable de burócrata sudado o policía de crucero, no, de la que duele, de la que anida en los altos estamentos del poder. Lo prudente es que en lo que le queda de gobierno, ya poco, dedique algo de su tiempo a limpiar, porque hay mucha mugre y más temprano que tarde eso puede ser su tumba política. Limpie, meta al aro a los que no respetan la ley o lucran a su sombra. Ya no extienda certificados orales de buena conducta.
Uno de los políticos más corruptos de la historia universal, fue el importantísimo Charles M. Talleyrand (1754-1838), la ‘voz de Francia’, a quien su país debe haber conservado su territorio y del que Napoleón Bonaparte dijo que era “el hombre que más ha robado en el mundo”, y ese infatigable corrupto, dijo “es costumbre de reyes el robar pero los Borbones exageran”.
Señor Presidente, dígale a los suyos y cercanos… que no exageren.