Inmensidad

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Galimatías/Ernesto Gómez Pananá

A lo largo de la historia, la especie humana ha identificado y clasificado lo que ella misma denomina sus maravillas, sean estas naturales o elaboradas por el hombre. Las Pirámides de Egipto, la Gran Muralla China, las Cascadas de Iguazú o el Río Amazonas. Una de las variables fundamentales en ambas categorías es la dimensión colosal de las mismas: esa enormidad que nos recuerda la insignificancia humana.

Será por ese profundo contraste de magnitudes que en esa clase de sitios es posible conectar con lo más profundo de eso que solemos llamar alma y que es parte de eso que nos convierte en humanos. Vienen a mi memoria dos experiencias en las que personalmente pude tocar esa pequeñez y que hoy convierto en relato.

La Catedral de Santa María de Burgos, joya gótica erigida en la ciudad del mismo nombre en España, comenzó a levantarse en el año 1221 bajo el reinado de Fernando III. Inspirada en el gótico francés de Chartres y Reims, su construcción se extendió durante siglos, enriquecida por aportaciones renacentistas y barrocas que, lejos de disonar, dialogan aún hoy día con su alma medieval. La estructura se define por sus proporciones verticales, la esbeltez de sus naves, la filigrana pétrea de sus pináculos y, sobre todo, por sus ventanales policromados que al paso del sol parecen encenderse para convertir la piedra en luz.

Pero si algo hace de Burgos un lugar ineludible para quien busca contemplar la grandeza y la fugacidad en un mismo aliento, es que en el corazón de su nave central, bajo el cimborrio -punto donde se cruzan la nave principal y la transversal-, descansan los restos de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, y de Doña Jimena, su esposa, según una placa que da cuenta de ello. La sola idea de que el polvo del héroe yace ahí, en silencio, bajo el eco de los siglos, dota al espacio de una densidad sagrada. Su verticalidad no solo es física: es simbólica y es apoteósica: La catedral de Burgos se alza la historia de la mano de la historia, y al encontrarse uno ahí, abrazado por sus níveos tonos y sus inalcanzables bóvedas, uno no solo mira de frente a dios sino también la finitud de uno mismo. Indescriptible.Las palabras no alcanzan.

Recordé la tumba de El Cid a propósito de otro sitio inmenso, uno que es eje principal de lo que hoy llamamos Chiapas. Me refiero a nuestra máxima maravilla natural, nuestro enorme Cañón del Sumidero.

Localizado en los municipios de Tuxtla Gutiérrez, Osumacinta y Chiapa de Corzo, esta falla geológica surge en la era Cenozoica, hace entre 25 y 35 millones de años. veinte millones de años después, ya en el período Neógeno-Cuaternario, el Río Grijalva inició su labor de erosión para hacerlo alcanzar hasta doscientos metros de profundidad y más de mil trescientos metros en sus paredes más altas. ¿Abrumador no creen estimados dos lectores? -la cuenta de lectores como es obvio, reinicia-. La inmensidad sepulcral del cañón consigue, al igual que Burgos, dimensionar la pequeñez de nuestra especie humana, la indefensión y la fragilidad de lo que somos. Nuestra insignificancia. Y aquí permítaseme la licencia de relatar brevemente un pasaje adolescente que da cuenta textual de los adjetivos usados:

En la década de los noventas, se realizaron en el río Grijalva varias ediciones de un maratón de natación que para la categoría varonil iniciaba en la llamada Cueva del Silencio, para concluir en el embarcadero de la presa, alrededor de 21 km de recorrido. Tuve el privilegio de nadarlo en tres ocasiones. Describo aquí lo relativo a mi segunda incursión, ya se me comprenderá el porqué, brazadas más adelante.

Sería el año 1995, es muy de mañana y arribamos al punto de inicio. Hay niebla y hace frío. La tensión y los nervios se agolpan y hacen que el agua se sienta más frío. El silencio de “La cueva del silencio” solo se rompe por el ruido de las lanchas y las indicaciones de instructores y jueces. El silbado llamando a competidores a la línea de arranque. ¡Preparados, fuera! el oleaje de cuerpos batiéndose para tomar delantera, el pelotón que se alarga y los latidos que poco a poco retoman su ritmo. una, dos, tres, respira, una dos tres, respira. El cuerpo aún fresco e invadido de adrenalina. Primera hora. La Cueva de Colores en lo alto, Segunda hora, el Arbol de Navidad y su brisa saludando a los tritones de agua dulce. Tercera hora, el tramo de las paredes más altas, El mirador La Atalaya a más de 1300 m de altura. El cuerpo reciente el esfuerzo de las horas previas, duelen los brazos, los hombros queman, la espalda baja se entume y las piernas se acalambran en medio de esa inmensidad, surco el agua en completa soledad, asaltado por la fragilidad humana ante esa grieta planetaria de antigüedad incomprensible. No recuerdo ya con claridad cuanto tiempo habrá tomado cruzar ese tramo, tal vez cosa de hora y media respirando ese aire montañoso de completa soledad, las paredes de piedra que se unen con las nubes, el agua que corre y que se sabe propietaria milenaria de ese sitio. En medio, una voluntad pretendiendo, igual que en Burgos, mirar de frente a Dios y agradecerle el privilegio de encontrarme ahí. Solo por vivir ese momento volvería -volveré seguramente- a lanzarme a esas aguas.

Huelga relatar que enseguida vinieron la Isla María, cruzar el vaso de la presa y alcanzar Chicoasén, Nada como tener diecisiete años. Una hombrada, lo que sea de cada quien.

Oximoronas 1. Seis de julio, 1988. treinta y siete años han pasado desde la caída del sistema y el fraude electoral salinista. La buena memoria es la guía para no repetir los errores.

Oximoronas 2. Docenas de temas qué retomar: Guerras, un presupuesto big and beautiful, eleciones judiciales, violencia, viajes al espacio, bodas millonarias. Luego de algunos meses de transición, Galimatías está de vuelta. Mi gratitud anticipada.

Oximoronas 3. Kiki, Pato y Yaya: Enormes, gracias por su resiliencia. Mi cariño a todo el Tortuga Team.

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